El valor que cabría asignar a la declaración de Martin Lanatta mediante la que involucró al Jefe de Gabinete en el triple crimen de General Rodríguez, origen de múltiples investigaciones del desvío de efedrina al narcotráfico, despierta serias discusiones en materia penal y procesal.
La lucha contra la corrupción es, sin duda, la principal materia pendiente de nuestro sistema judicial. Una mayor eficacia de su juzgamiento resulta un objetivo impostergable, pero la aspiración de aplicar la ley penal a los corruptos no puede hacernos perder de vista ciertos principios fundamentales.
Los medios de comunicación informan que Lanatta fue condenado a prisión perpetua en el caso del triple crimen. Con motivo de sus dichos, han surgido voces que proponen extender la figura del arrepentido a este tipo de sucesos.
El llamado “arrepentido” o “colaborador premiado” puede ser una herramienta eficaz para la persecución penal, pero también puede favorecer testimonios calumniosos, por conveniencia, que conduzcan a condenas de inocentes.
En estos casos, como lo ha explicado un distinguido jurista italiano contemporáneo, se corre el riesgo de que todo el sistema de garantías quede desquiciado: la presunción de inocencia y la carga de la prueba sucumben debido a la primacía que se le atribuye a la confesión interesada sobre las demás pruebas, y todo se reduce a una relación de fuerzas entre investigador e investigado, en el que el primero no tiene que asumir obligaciones probatorias, sino presionar sobre el segundo y recoger sus autoacusaciones.
El Estado se convierte así en parte de un intercambio perverso donde aquél, paradójicamente, infringe la ley con la excusa de que ello es necesario para poder aplicarla.
La operación Lava Jato es otro buen ejemplo. La República del Brasil se encuentra conmovida por ese caso que involucra a la empresa estatal de petróleo, a funcionarios públicos que intervinieron en sus procesos de licitación y a grandes empresas contratistas.
Muchas personas se encuentran detenidas con prisión preventiva. No obstante, la crítica especializada ha denunciado que la prueba se sostiene exclusivamente en lo que se denomina como delación premiada, que puede ser equiparada, en algunos aspectos, a nuestra figura del arrepentido.
El valor de estos testimonios no puede resultar suficiente para justificar la coerción estatal.
Tal como lo tiene dicho nuestra Corte Suprema, no se puede hacer uso de la fuerza estatal, legítimamente, si no existe un elemento objetivo previo que la justifique, circunstancia que nunca se obtiene a través de los dichos de un arrepentido que, por su naturaleza, se encuentra especialmente interesado.
La tendencia restrictiva de nuestro orden jurídico en el otorgamiento de premios al delincuente arrepentido obedece mejor a los ideales éticos del Estado de Derecho que otras más pragmáticas imperantes en otras naciones.
No parece conveniente tratar de combatir la corrupción dotando de mayor extensión a mecanismos procesales cuyo uso puede instalar también, paradojalmente, sospechas de corrupción en el otorgamiento del premio o de empleo de coacción sobre el delator para obtener la “colaboración”.
Al respecto, se ha dicho con razón que una cultura jurídica se prueba a sí misma a partir de aquellos principios cuya lesión nunca permitirá, aún cuando esa lesión prometa la mayor de las ganancias.
Como se ha visto en otros casos de nuestro país de triste notoriedad, esa supuesta “ganancia” no ha sido más que una lamentable ilusión.
*Abogado penalista. Profesor de la UBA.