El as de oro era el culo sucio. La carta se daba vuelta con temor. Si te tocaba, quedabas solo en el centro de la vergüenza, soportando la humillación pública con la cabeza gacha. Todos gritaban. “Tiene el culo sucio. Tiene el culo de sucio”. Las niñas arrugaban la nariz, curvaban los labios, fruncían el ceño. Olías mal, muy mal. Te acercabas para pedir a los amigos que debían acompañarte en la desgracia que se callaran y ellos se alejaban sin dejar de gritar. Apestabas.
Quién no lo ha jugado. El as se coloca en medio del mazo. Una vez mezcladas, las cartas se desparraman y se revuelven boca abajo sobre la mesa para que nadie pueda siquiera intuir donde está el culo sucio. Cada uno, a su turno, da vuelta una baraja hasta que aparece el as. Hay otra forma de jugarlo. Se aparta el culo antes de repartir las demás cartas, se forman pares con las que tocan y con las que se pueden robar a los otros jugadores para descartarse hasta que, al final, uno queda en impar evidencia. En esta versión, todos roban pero es solo uno quien tiene el culo sucio.
En partidas algo más crueles, además del desprecio y las burlas, al infecto se le imponen prendas como castigo. Las penitencias afectan la honra y son de cumplimiento obligatorio. Se eligen las más denigrantes y vejatorias. Que se arrodillen y pidan perdón o que muestren el culo y se lo limpien a la vista de todos, por ejemplo. Pero hasta ahí. No hay condena eterna. Es un juego que funciona solo como simulacro. Se trata de zafar y que por una noche sea otro quien cargue con la mierda de todos.
En el culo sucio, en el jodete o el desconfío, como en las cartas del juego que reparte el destino, las derrotas dejan su impronta indeleble. Todo fracaso puede atribuirse siempre al azar de lo que toca, pero aun así el jugador noble asume su responsabilidad cuando sabe que ha hecho una cagada y no tiene la posibilidad a mano de limpiarla o de iniciar una reparación inmediata.
En el territorio de la infancia, de la escuela, de la casa donde la madre recomendaba asearse mejor en la ducha porque quedaban “palomitas” en las prendas íntimas, lavarse la cara, los dientes, peinarse, tener el detalle de usar las medias sin agujeros y la ropa interior limpia porque a ver si te pasa algo y tienen que atenderte en una sala de guardia, las reglas de la rutina cotidiana eran una manera de aprender a ser, de hacer saber que hay ciertos límites que respetar y formas que cuidar para que la vida que llevamos puesta sea decente, honrada, y huela bien hasta el final.
De hecho, cada mañana, millones de personas mantienen esos ritos incorporados como acciones naturales. Se despabilan, dicen buenos días, se lavan o duchan, se visten con ropa limpia, preparan café o calientan la pava, ceban unos mates, salen, llevan los pibes al colegio, trabajan, estudian, se encuentran, abrazan amigos, escuchan, comprenden, van y vienen con sus historias a cuestas. Cansados, duermen tranquilos, sin sobresaltos, seguros de que ni en la calle, ni en sus malos sueños, los podrán acusar de una traición grave, una deshonestidad manifiesta, una estafa, un robo o un crimen impune. La dignidad tiene su orgullo. En el barrio, en su ambiente, donde sea, nunca serán “ese que tiene el culo sucio”.
¿Cómo harán algunos para andarse encima con la mierda y el olor? Ex presidentes, secretarios, familiares, ex ministros, testaferros, gerentes. Funcionarios que pedían coimas y empresarios que las pagaban. Ciento setenta procesados hasta ahora por el juez Bonadio. Curas pedófilos protegidos por la Iglesia, sindicalistas millonarios que no pueden explicar su patrimonio, políticos que han vivido siempre del Estado y dicen hoy todo lo contrario de lo que afirmaban ayer. Gente de mierda en general que compra perfumes, abogados y periodistas caros para tratar de encubrir el espesor del fétido aroma que dejan por donde pasan y a los que ves ahora hacer terapia-bidet en la tele, justificándose mientras se lavan.
Caras que se dan vuelta como una carta. Se creen ases de oro y no son más que culos sucios.
*Periodista.