Richard Dadd, nuestra mascota, había llegado demasiado temprano a muchas cosas. A la Royal Academy, a la tradición de los artistas malditos, a la psiquiatría. Pero al clima cultural de los 60 llegó justo. The Fairy Feller’s Master-Stroke aterrizó en la Tate Britain en 1963 y se convirtió en favorito de críticos y visitantes. Sigo sin confirmar si el cuadro estaba o no en la tapa del disco de Queen, pero lo encontré en varias fotos de la época, había posters por todas partes. El otro día fuimos a visitarlo con mi amiga Laura, que se detuvo instintivamente ante el cuadro sin haberlo visto nunca. The Fairy Feller’s es hoy una de las pocas pinturas que la librería de la Tate vende en forma de postal.
Sabemos que el cuadro se merecía este éxito tardío, pero las razones para la popularidad de Richard fueron extra-pictóricas. En 1961, Foucault había publicado su tesis doctoral, que en mi casa tenía dos tomos y se llamaba Historia de la locura en la época clásica. Meses después apareció El mito de la enfermedad mental, de Thomas Sasz. Asylums, un libro sobre la situación social de los pacientes mentales en Inglaterra, se convirtió en best seller. El clima era ideal para la reaparición de Dadd, que había pasado su vida adulta en hospicios de Londres y podía aportarle al concepto embrionario de Outsider Art el ejemplo de uno, por lo menos, que sabía pintar. Dadd era el ícono perfecto para el movimiento antipsiquiátrico y también, como dice Nicholas Tromans, “un correctivo [¡correctivo!] canchero contra el revival sentimental de la moda victoriana”.
La cruzada contra las instituciones psiquiátricas no era exclusiva de los hippies y de la academia flower power. El ministro de salud inglés, Enoch Powell, se comprometió –también en 1961– a “encender la pira funeraria de los asilos victorianos”. Maoístas (como el compañero Bala) y conservadores coincidían de pronto en que el Estado no debía ocuparse de los locos. En esa ensalada había de todo: buenos, malos, equivocados y delirantes. Pero es difícil encontrar a uno que no mencionara a Dadd, el artista que había mantenido su integridad encerrado, la imaginación portentosa que se negaba a ser reprimida. Papers de la época veían relaciones entre Dadd y Frantz Fanon, entre la enfermedad mental y la violencia psicológica ejercida por el racismo y el colonialismo. Deleuze y Guattari hablaban del “tipo esquizoide” como sinónimo del hombre nuevo, que se liberaba de las cadenas opresoras de las ideologías dominantes.
En 1971, la revista OZ, con una tapa reminiscente (para nosotros) del Expreso Imaginario, publicó una nota sobre Dadd que lo catapultó a la fama. Se llamaba “The Daddy Of Them All” y sostenía eso: que Dadd debía ser entronizado como padre de marginales y oprimidos, rey de la liturgia todavía sincera que nadie expresó tan bien en esa época como Dory Previn. En ese número aparecían también comentarios sobre Janis Joplin, fragmentos del Libro de cocina del anarquista, un reportaje a una estrella porno que se calentaba con chanchos y una nota titulada “Cuntpower Trials”, las mujeres acusadas de atacar a Miss Universo van a juicio.
La Dadd-manía llegó a su punto más alto en 1974, con Queen II y una comple retrospectiva de su obra en la Tate Gallery. Tan completa, de hecho, que después todo el mundo se olvidó de Dadd, tan rápido como se habían entusiasmado con él. Tromans, que lo rescató hace poco, sugiere con lucidez (su libro es buenísimo) que no era la obra de Dadd lo que la gente quería ver, sino lo que se imaginaban que era. “Su obra y el atractivo que su vida ofrecía a la fantasía y la imaginación, al final, no fueron compatibles”. El público fue a buscar ese sentido liberador de la locura que vendía Laing, y encontró enfermedad y sufrimiento. La revolución pasó de moda, Dadd también, pero la idea de la locura como instrumento de redención colectiva quedó flotando, para ser rescatada dos décadas después, de la peor manera.
*Escritor y cineasta.