Me interesa mucho la serie El Arte de Leer, de Katz Editores. La idea es sencilla: en torno a un filósofo se compila un conjunto de ensayos sobre su obra. Pero lo interesante del asunto es que esos ensayos no son en absoluto de divulgación –no es una presentación de las ideas centrales de un autor– sino un grupo de textos que indagan en la obra de un intelectual, que discuten con ella, que abren nuevos caminos más allá de ella. Hasta ahora leí el volumen dedicado a Jacques Rancière. El libro logró dos resultados, casi los resultados ideales que se le puede pedir a un libro de ensayo: dar a leer y dar a pensar. Dan ganas de leer –es decir, volver a leer– algunos textos de Rancière sobre los que hace mucho que no vuelvo y que, curiosamente, son los que más valoro de su obra (Rancière es uno de esos autores que a veces pienso que leí de más: mucha de su producción de los últimos años se me hace confusa, equívoca en su pensamiento sobre literatura, cine o arte en general). Son los textos en los que Rancière se propone una arqueología de la voz proletaria, reponer la memoria y la palabra obrera en el marco francés de discusión con el izquierdismo dogmático de mediados de los 70 y la claudicación ideológica de los 80, los años de Mitterrand. Son libros como La Parole ouvrière, La noche de los proletarios o El filósofo y sus pobres. “La voz de Louis Gabriel Gauny”, de Stéphane Douailler, avanza en esa dirección bajo la pregunta acerca de si “¿era posible recuperar elementos dormidos en el seno del archivo social?”. No es una pregunta menor, en un tiempo –el nuestro– en el que buena parte de los sectores populares europeos votan a la extrema derecha. En crisis casi terminal la propia idea de proletariado, volver sobre las preguntas fundantes de esa voz y esa experiencia hoy casi perdida, no es una coquetería progresista sino un acto de justicia intelectual. Incluso a quienes nos interesa la literatura antes que cualquier otra actividad, ninguna pregunta debería atravesarnos más que la reflexión crítica sobre la desigualdad, la injusticia y la pobreza. La ausencia de esas preguntas en la conversación cotidiana (o su aparición disfrazada de marketing del cinismo, como “Pobreza cero”) es una de las claves de la desdicha sin fin de nuestro tiempo.
Guillaume Sibertin-Blanc escribe un extraordinario artículo sobre la relación entre Rancière y Marx, es decir entre Rancière y Althusser, en el que también aparecen esos libros primeros de Rancière como una forma de alejamiento de Althusser y de reponer “la resonancia en los textos de las formas discursivas en las cuales el proletariado se piensa”. Y luego agrega una frase enigmática y definitiva: lo que hace Rancière es “leer a Marx en indirecto libre”. Llevado al extremo de la genialidad por Flaubert, el indirecto libre es el estilo narrativo en el que se insertan en la voz del narrador enunciados propios de un personaje. Proust, por lo general mediocre ensayista, sin embargo escribió un gran ensayo sobre el tema: A propósito del estilo de Flaubert. Sibertin-Blanc, en un gesto audaz y provocador, piensa el indirecto libre ya no como un estilo, sino como un modo de lectura, en este caso de Rancière sobre Marx. Por ahora no tengo mucho más que decir. Esa definición me dio a pensar. Pensar a partir de un buen libro.