No parece casual que el llamado “fin de ciclo” coincida con el éxito –casi desmedido– de una película como Relatos salvajes, mayoritariamente leída en clave “libertarian”, como los estadounidenses denominan al anarcocapitalismo, que quiere abolir casi todas las funciones del Estado y odia pagar impuestos.
Posiblemente, lo que se está cerrando no sea sólo el ciclo inaugurado por Néstor Kirchner en 2003 y próximo a ser concluido por Cristina Fernández en 2015, sino el ciclo más amplio habilitado por las protestas de 2001, con sus asambleas barriales y el breve romance entre piquetes y cacerolas.
Si en 2001 la respuesta a los abusos del Estado y el mercado dio lugar a formas novedosas y potentes de acción colectiva, la recepción del film de Damián Szifrón remite a un descontento expresado en un “malestar con el Estado” en clave individual.
Si en los 90, el símbolo al que había que ir a atacar eran los bancos –todos recordamos a esas señoras bien vestidas que sacaban el martillo de la cartera y empezaban a golpear las chapas–, en Relatos salvajes es la AFIP, que era la empresa con la que el ingeniero Bombita debía seguir después de poner un coche bomba contra la empresa de grúas de la Ciudad de Buenos Aires (ése es el relato-gancho de la película, que arranca vivos aplausos del público).
Es bastante evidente que una cosa es rechazar la actual estructura impositiva y otra, el sistema impositivo como tal.
Pero el problema es que las clases medias hace tiempo que se desengancharon de los servicios públicos estatales, especialmente salud y educación, y se abastecen mediante el mercado. Pese a su discurso pro Estado, el kirchnerismo estuvo lejos de acabar con esto, más bien permitió que la brecha se siguiera agrandando. Por ejemplo, en lugar de mejorar el transporte público, apostó al núcleo de la fantasía liberal-clasemediera: el auto propio –mejor si cero kilómetro.
Pero en todo caso, el festejado atentado de Bombita contra la abusiva empresa que gestiona las multas de tránsito con el macrismo es un terrorismo light.
El filósofo Slavoj Zizek escribió sobre una lógica posmoderna que pretende obtener lo que se quiere sin tener que sufrir sus efectos colaterales, como el café descafeinado, la cerveza sin alcohol, la Coca-Cola sin calorías o las guerras sin muertos.
El de Darín sería un atentado posmoderno; un terrorismo civilizado. Y la película de Szifrón permite esa catarsis: como en la tragedia, los espectadores podemos hacer una “purificación emocional” de nuestras propias bajas pasiones al verlas proyectadas en los personajes del film. En este caso, con un terrorismo sin muertos ni sangre (si hubiera habido un muerto se acababa el chiste, como no hubo aplauso cuando Rita Cortese apuñala al político corrupto).
Posiblemente el kirchnerismo –con sus tonalidades de setentismo capusottiano– haya contribuido a un tardío aumento de la indulgencia hacia la “maldita” década de los 90 –década, hay que decirlo, que contó con las simpatías de varios oficialistas de hoy, incluida la Presidenta, y un aval masivo de la sociedad, que votó con miedo la devaluación pero no con un revólver en la cabeza–.
Que candidatos de centroderecha ocupen el primero, segundo y tercer lugares en las encuestas –y quizás el cuarto si gana Cobos en UNEN– refleja ese cierre del ciclo de 2001 que el kirchnerismo (como señaló Maristella Svampa) sólo leyó como crisis y no como una recomposición de lazos políticos y sociales en clave post liberal.
Frente al relato K, predomina un contrarrelato vacuamente republicano-institucional y una ausencia notoria de una izquierda democrática capaz de terciar en la disputa política y electoral.
Finalmente, quizá sea un relato salvaje más que la figura más popular del kirchnerismo, hoy por hoy, sea el Súper Berni, que en Río Cuarto ya tuvo un resultado de su propuesta de deportar a los extranjeros que delincan con el “pogrom” contra los bolivianos.
*Director de Nueva Sociedad.