La espectacular fuga del narcotraficante mexicano “Chapo” Guzmán de una cárcel de “alta seguridad” (?) sólo puede asombrar a quienes creen que las políticas represivas acabarán con el comercio mundial de drogas ilegales.
¿Cuánta gente, desde las autoridades y el personal de la cárcel, pasando por los obreros y los constructores hasta los vecinos, fue necesario comprar o atemorizar? ¿Cuánto costó ese operativo?
La moraleja de esto (otra vez; y van…) es que el narcotráfico mueve tanto dinero que puede comprar lo que necesite, o se le ocurra. “El Cartel de Sinaloa, la organización del narcotráfico más importante del mundo, tiene más presencia internacional que cualquier multinacional mexicana (…), controla el 70% del mercado de metaefedrina en los EE.UU.”. (El País, Madrid, 24-7-15). En 1990, cuando Estados Unidos presionaba a Colombia para que extraditara a sus narcos, la propuesta de los carteles para comprar su impunidad fue hacerse cargo nada menos que de la deuda externa colombiana (11 mil millones de dólares), para “ayudar a la afirmación de soberanía”. Esto nunca llegó a confirmarse, pero el solo hecho de que circularan documentos y se considerara seriamente da una idea del poder económico narco.
Hace dos décadas, La Drug Enforcement Agency (DEA) de los EE.UU. estimaba en 600 mil millones de dólares anuales el fluido mundial del narcotráfico. Desde entonces, no ha parado de crecer. Una monstruosa suma cash de altísima rentabilidad, que no paga impuestos y rinde beneficios extra en la especulación bancaria y bursátil internacional, privatizaciones, bonos de deuda externa, etc. Una liquidez suficiente para corromper a funcionarios, jueces, políticos, policías, militares y servicios de seguridad. También a un establishment encantado con esos miles de millones que reciclan los bancos, descansan en paraísos fiscales y oxigenan no pocas economías y campañas políticas. Y a los que resisten esos cañonazos, pues se los elimina. Cuando estaba siendo reclamado por Estados Unidos para ser juzgado, el mítico narco colombiano Pablo Escobar afirmó, en una declaración famosa, que él podía comprar cuantos jueces fuera necesario, y que a los que no se vendían los “mandaba matar” por mucho menos dinero. En los últimos diez años, la violencia narco en México “ha dejado un saldo de al menos 80 mil muertos y 30 mil desaparecidos”. (El País, Madrid, 24-7-15). Entre ellos, 86 periodistas, dos secretarios de Estado y los 43 estudiantes de Iguala, masacrados y desaparecidos en septiembre pasado, según todas las evidencias por policías ligados al narco.
Poder total. En suma, un enorme poder económico y la capacidad de aterrorizar a una parte de la sociedad, comprar a la otra –los narcos ayudan a la gente en los barrios o pueblos donde se asientan– y descomponer a cualquier Estado. Por no hablar del modo en que ciertos Estados se sirven del narcotráfico. En los últimos años de la Guerra Fría, durante el gobierno de Ronald Reagan, se empezó a hablar de “narcoguerrilla”. El escándalo “Irán-contras”, en el que estuvieron implicados jefes militares y funcionarios estadounidenses de primer nivel, fue un caso de triangulación ilegal de drogas y armas entre Irán, los Estados Unidos y Nicaragua con el único fin de abastecer a la “contra” nicaragüense, eludiendo las limitaciones o prohibiciones establecidas por el Congreso.
Así, los Estados ya no pueden confiar en sus servicios de seguridad, ni en su sistema de justicia. El problema del narco-militarismo –ejércitos narcos, fuerzas armadas infiltradas por los narcos– es de primera importancia para los países latinoamericanos. Aceptar la lógica represiva es caer en una doble trampa. La primera, introducir o agravar el problema del narcotráfico, las secuelas de la drogadicción y, sobre todo, abrir enormes las puertas a la corrupción. La segunda, ceder espacios de soberanía a organismos extranjeros implicados en o que se sirven del narcotráfico con fines políticos. El caso de la DEA es emblemático. “La oficina del inspector general del Departamento de Justicia de los Estados Unidos publicó un informe en el que, entre otros, denunció que miembros de la DEA, la organización del gobierno estadounidense encargada de luchar en contra de los traficantes de droga, han participado en fiestas pagadas por narcotraficantes colombianos” (Panamá Post, 3-4-15).
Y por casa… En los últimos treinta meses, 111 policías fueron procesados en Argentina. La aparición de la poderosa banda de Los Monos, en Rosario, en el contexto de un ir y venir de baja política entre las fuerzas de seguridad nacionales y provinciales, da una idea de la envergadura del problema. De los 36 detenidos hasta ahora, 12 son de fuerzas de seguridad y policiales. En otros sitios, numerosos policías de alto rango tuvieron que renunciar a sus cargos y fueron procesados: las cúpulas de las policías de Córdoba y de Santa Fe, el responsable de narcotráfico de Entre Ríos, jefes policiales en Bahía Blanca. El pueblo santafesino de Sunchales estaría “copado” por bandas narco ([email protected]). Esta semana, el Ministerio Público Fiscal dio a conocer su informe anual 2014, en el que denuncia que “no se investiga a los jefes del narcotráfico” (Clarín, 30-7-15). El especialista Alberto Föhrig, de la Universidad San Andrés, afirma: “Hay actores políticos cómplices del narcotráfico y ninguna iniciativa para enfrentarlo” (La Nación, 27-10-13) y subraya el aumento de las incautaciones, el consumo y la elaboración local de drogas sintéticas.
Argentina ha dejado de ser un país “de paso” para devenir gran consumidor, productor y exportador. O sea que ya estamos en el camino de México y tantas otras sociedades y Estados impotentes ante el narcotráfico.
Habrá que empezar a escuchar las voces, cada vez más numerosas, que pregonan la legalización total y universal. ¿Acaso los productos legales como el alcohol, las anfetaminas, etc., responsables de la abrumadora mayoría de los casos graves de dependencia, no son también drogas?
*Periodista y escritor.