Suecia es –ya lo he dicho antes– un país misterioso. Vengo de Näs, la casa natal de Astrid Lindgren, en Vimmerby, donde escuché otra historia para el asombro. Parece que Astrid ya gozaba de reputación como autora de libros infantiles; tenía prestigio internacional y funcionaba como rebelde embajadora sueca para el mundo. Los gobiernos saben entender que a tales personalidades amadas les conviene tenerlas de amigas. Un día de 1976, Astrid tomó una calculadora y sumó cuánto pagaban los suecos en impuestos: un 102%. ¿Qué hizo la eterna niña rebelde? Escribió el cuento “Pomperipossa en Monismania”. Con la frontalidad absurda propia de la fábula, exponía la paradoja de que en Monismania (o “El mundo del dinero”) los habitantes pagaban en impuestos más de lo que ganaban.
El ministro de Economía la trató con desdén y minimizó la denuncia, probablemente porque nadie pensó que una fábula infantil haría ningún desmán. Dijo que Astrid haría mejor en seguir con sus historias en vez de pretender sumar.
Ella contestó que le gustaría mucho que le enseñaran a sumar como lo hacían en el gobierno, porque la cuenta no le daba. Sólo allí se pusieron a revisar sus cálculos y tuvieron que admitir que tenía razón. El Primer Ministro pidió disculpas oficiales, pero fue tarde: los socialdemócratas perderían las elecciones por primera vez en 40 años. Muchos atribuyen el fracaso a la polémica con la autora.
Un motivo más para simpatizar con Suecia: puede que saquen mal sus cuentas, pero lo fabuloso aquí se hace real. Y con un diseño que privilegia la simpleza.