Por supuesto que no, de ninguna manera. No voy a escribir sobre el Mundial de Fútbol, ni se lo sueñe. Que se ocupen de eso los que saben, que yo de fútbol no sé nada. Sí, mis simpatías van del lado de Rosario Central y me gusta que me consideren canaya pero es cuestión de eso nada más, de simpatía mezclada con una supina ignorancia. De modo que no voy a decir nada sobre fútbol que es un terreno absolutamente desconocido para mí. Ni siquiera miro los partidos por TV aunque juegue Argentina porque no entiendo nada. Solamente sé que algunos de mis nietos lloran desesperados con motivo del descenso de Central y que otros de mis nietos se ríen malignos con este costado de la boca, lo cual significa que en la familia hay de todo, canayas y leprosos. Pero yo no tengo nada que hacer al respecto. Veo la ciudad desierta y silenciosa porque juega la Argentina con Grecia y me pregunto de dónde viene y adónde va esa especie de hipnosis colectiva que hace que todo el mundo o medio mundo, para no exagerar, deserte de sus actividades diarias para sufrir y regocijarse frente al televisor. Es tan poderosa esa pasión que cubre a media humanidad que me parece que merece una profunda reflexión de la cual soy incapaz. Porque se lo digo de nuevo: yo de fútbol no sé nada y mis reflexiones sobre el asunto pueden llegar a ocupar medio renglón y nada más. ¿Qué puedo decir? Que tal vez se trate de un sustituto del mito, de una personificación de un poder misterioso que lucha cuerpo a cuerpo, héroe contra héroe, por el dominio de las mentes de los seres humanos. Que tal vez no, que tal vez sea una necesidad de pertenencia: yo soy de. Pertenezco, no estoy sola. Me voy. Me temo que he estado hasta aquí hablando de fútbol.