Había nacido en Parque Patricios en 1925. Su infancia fue una gozosa preparación para lo que mejor hizo en la vida: percibir la especificidad de las creaciones artísticas, tanto las performáticas como la literatura, el cine o las artes visuales.
Abandonó sin vacilar los intentos de una carrera universitaria (rauda huida de Derecho; fugaz paso por Letras) para dedicarse a una actividad que dignificó como pocos: la crítica.
A fines de la década de 1940, comentó libros en el suplemento cultural de La Gaceta de Tucumán. En la segunda mitad de la década siguiente, ingresó en La Nación para hacer comentarios de plástica. Pronto pasó a la sección de Espectáculos de ese diario; y allí él y Tomás Eloy Martínez revolucionaron con su desenfado y agudeza el resbaloso oficio de comentar cine y teatro.
Entre 1962 y 1969, como jefe de Artes y Espectáculos del semanario Primera Plana, se convirtió en el principal nexo entre una comunidad artística, que renovó la vida cultural argentina, y una clase media ávida de acompañar ese movimiento. Durante esa etapa frenética, lo que se publicaba en Primera Plana se imponía casi de inmediato como una verdad revelada. Y Schoo fue el supremo artífice o el perfecto instigador de tales profecías.
El cierre de esa revista por parte de la dictadura de Onganía no impidió que Schoo continuara su magisterio en otras cátedras: el semanario Panorama, primero, y, entre 1975 y 1977, el diario La Opinión.
Desde entonces, y hasta su muerte, iluminó el staff de muchas otras redacciones. Continuó acompañando, con su filosa perspicacia y su sensibilidad hospitalaria, las manifestaciones más diversas de la cultura: la irrupción de un narrador talentoso, el retorno de un clásico teatral, el estreno de un film inquietante o la escandalosa régie de una ópera.
Esa generosa receptividad no le impidió ser implacable cuando la ocasión lo pedía: alguna vez lapidó una pieza teatral dedicando 49 líneas de su crítica a describir minuciosamente los detalles arquitectónicos de la sala y la ropa de los asistentes al estreno y apenas una para rematar diciendo: “¿La obra? Totalmente olvidable, por supuesto”.
Schoo produjo, además, una atractiva obra literaria que incluye cuatro jugosas novelas, un bello libro de cuentos, un delicioso ejercicio memorialista, un guión de cine, traducciones y adaptaciones teatrales. Y, entre 1996 y 1998, estuvo a cargo de la dirección general y artística del Teatro San Martín.
Sin desmerecer esos hechos, creo que su principal legado fue enseñar a varias generaciones (de espectadores pero también de artistas y de críticos) a contemplar un hecho artístico sin prejuicios y sin esnobismo.
Tuve el honor de dar mis primeros pasos en periodismo a sus órdenes, en el suplemento cultural del matutino La Razón; y, muchos años después, de tenerlo como colaborador en la revista Teatro, del Complejo Cultural de Buenos Aires.
Nunca dejó de impresionarme el modo en que Schoo logró hacer de la elegancia la cifra de un estilo, en la vida y en la obra.
Tenía un modo plácido de estar que parecía alimentarse de un ritmo interior y que se imponía, incluso, en medio del fragor de la redacción de un diario tomado por los trabajadores, o en la ansiosa sociabilidad del foyer de un teatro una noche de estreno.
Esa sabia serenidad de viejo zorro porteño no le impedía destilar un talante oblicuamente burlón –a medio camino entre Bioy Casares y Mujica Láinez– que lo volvía intenso sin abrumar, diáfano sin encandilar.
Había, en su manera de espolvorear a su alrededor ideas y anécdotas redondas y fragantes como naranjas, un aire casual que permitía a sus interlocutores creer que participaban de su enorme erudición, su fina sensibilidad y su apacible lucidez. Pero era una ilusión: nadie como él para escalpelar al vuelo un objeto cultural hasta encontrarle el nervio que lo hace vibrar.
Sospecho que esa rara y asombrosa capacidad suya es lo que más echaré de menos.
*Escritor.