Es el ojo de Vic, siempre alerta cuando de arte se trata, que lo detecta: señala el póster en la pared y dice: “Esto yo lo vi en Venecia”. Y mientras yo completo los registros que nos permitirán alojarnos en el célebre Castelinho de Santa Teresa, un caserón del siglo XIX convertido en el XX en castillo neomedieval, situado en lo más alto del morro de Santa Teresa y con una de esas vistas de Río que sólo se obtienen desde las favelas o el Corcovado, ella se ha trabado en conversación con la empleada de la agencia de turismo, y han combinado el favela tour para el 31 a las diez de la mañana. Y esa noche tendremos festejos desde las ocho en Copacabana. El último día del año promete ser agitado.
Vic, aclaremos, además de ser Vic, es la curadora de arte Victoria Noort-hoorn, que entre otras cosas llevó a León Ferrari a Venecia, de donde volvieron entre otras cosas con el León de Oro, como muchos saben; y lo que ha visto en Venecia, y volveremos a ver en breve en una de las favelas de Santa Teresa, es el Proyecto Morrinho.
La favela Pereira da Silva, mejor conocida como Pereirão, empieza a pocos metros cuesta arriba de nuestro Castelinho: sin previo aviso tomamos una calle que sube y se desvía y estamos en ella. Apenas las construcciones de ladrillo hueco sin revocar, el estilo espontáneamente modular –todas las casas parecen dibujadas por niños, son cubos o prismas que se van apilando como ladrillos Lego, con cuadrados o rectángulos para puertas y ventanas– y las calles muy angostas y empinadas, no aptas para autos, la distinguen del resto del barrio. A poco de entrar, nos están esperando José Carlos (Junior) y Raniere Días, que nos guían por las callejas mientras saludan a las vecinas y vecinos –acostumbrados, al parecer, al paso cotidiano de turistas y visitantes– y nos señalan las diversas atracciones: una vista que incluye el Pan de Azúcar y toda la bahía, las calles y defensas y escaleras, la posada. La favela ha sido urbanizada –política que desde los noventa ha ido reemplazando a la de erradicarlas y trasladarlas a barrios de la periferia, como el célebre Cidade de Deus– y todas las casas son de ladrillo, todas las calles de cemento; no hay acumulaciones de basura ni baldíos, estrictamente hablando: la selva ocupa todos los espacios no urbanizados.
Y fue en uno de estos espacios libres que, según cuenta la leyenda, los hermanos Nelcirlan y Maycon, hijos del maestro mayor de obras Nelson Souza de Oliveira, comenzaron a escarbar ventanas y puertas en un ladrillo hueco para simular una casa. A esta casa hecha en un ladrillo siguieron otras, que empezaron a apilarse unas sobre otras según la dinámica habitual de las favelas, y estas casas de juguete empezaron a trepar por las laderas de tierra o –cemento mediante– por las de piedra (aunque, me aclara Junior en un momento, la piedra no es lo ideal como cimiento de morrinhos). El cemento también sirvió para pavimentar las calles, para hacer pequeñas plazas, o canchas de fútbol que podían duplicarse como local de Funk carioca… Pronto hizo su aparición la pintura, y las casas-ladrillo adquirieron una paleta de vivos rojos, amarillos, verdes, celestes y blancos… Y empezaron a aparecer los carteles pintados, algunos funcionales: Hospital – Municipalidad – Estacionamiento – Moto taxi; en otros casos, filosóficos: “Amo la vida, pero mi novia es la muerte”. “Tengo miedo de Cristo que pasa y no vuelve”. “Las armas no matan a las personas, las personas matan a las personas”. Y mi favorita: “Dios lo sabe todo pero no es X-9.”
Algunos de los edificios están quebrados, o ladeados: además de los derrumbes y avalanchas de barro, que afectan a esta favela de maqueta como a las verdaderas, hay otro riesgo que Leandro, que se ha sumado al grupo, señala apuntando a lo alto: “Nuestro principal problema”. Sigo su dedo: sobre nuestras cabezas cuelgan los temibles mangos y las apocalípticas jacas, una fruta del tamaño de una sandía pero que crece en lo alto de los árboles. “Cada una que cae, son varios edificios que debemos reparar o hacer de nuevo.”
Esta ciudad también tiene sus habitantes, que Raniere exhibe en la palma de su mano: cuatro ladrillitos Lego, el superior más largo, formando gorrita, y uno muy delgado para el cuello, hacen un hombre; sin el cuello, es mujer (la famosa carencia, sublimada hacia lo alto); sin gorrita ni cuello, “menor de edad”. A partir de ahí, marcas, letras, colores singularizan esta básica semiología, dando los Lego-policía, Lego-traficante, Lego X-9, Lego-gente común, Lego-DJ…
Pero la función original, y tal vez el rasgo más interesante del Morrinho, es que no es principalmente un espacio de representación, sino un espacio de juego. El objetivo inicial de los chicos que levantaron los primeros barrios de ladrillo hueco fue el de todos los niños de su edad: jugar a la guerra y a los autitos. Por esas calles se mueven motocicletas, autos, camionetas y por supuesto los muñequitos Lego. Hoy, que los fundadores originales pasaron los veinte y andan por el mundo, una nueva generación de varoncitos (nunca vimos ninguna mujer entre ellos) acude casi todos los días a jugar a la ciudad en miniatura. “Cuando fuimos creciendo, me cuenta Raniere, la gente de la comunidad se burlaba de nosotros: ‘Miren esos grandulones, en vez de trabajar, jugando con muñequitos. Pero ahora se acostumbraron. Y muchas madres prefieren que sus hijos vengan acá, sienten que están más protegidos. Incluso hay unos chicos que como la mamá no los dejaba cruzar la favela y venirse hasta acá, empezaron uno nuevo cerca de su casa, y así nació el Morrinho 2.”
A pesar de que hay historias de amor, y de la vida cotidiana en la comunidad, los juegos más habituales en el Morrinho son los de conflicto: entre pandillas de narcotraficantes, entre las pandillas y la Policía. Sería tentador y hasta fácil hacer una lectura sociológica del asunto, proponer que ni siquiera el espacio del juego y la ficción permite a los jóvenes sustraerse a las duras condiciones de vida en la favela, etc., etc. ¿Pero a qué juegan los niños, sobre todos si de varoncitos se trata, en los colegios, en los countries, en las plazas de cualquier ciudad sudamericana o europea? Sea con soldaditos, cowboys, o policías y ladrones, el juego es siempre el mismo: la guerra. Este, como todos los juegos, tiene sus reglas muy estrictas, que rigen las vidas y muertes de los muñequitos de Lego, cinco mandamientos trazados sobre una pizarra clavada al tronco de un árbol:
No se puede volar.
Nadie puede correr más que un auto.
No se puede saltar más de cinco dedos.
Personaje muerto no vuelve, deberá entonces crearse un personaje con una nueva vida.
Edad para participar en el Morrinho: desde los 11 años hasta que tengas responsabilidad por tu vida.
El Morrinho es, en resumidas cuentas, una favela dentro de la favela, un modelo a escala que, para ser completo, debería incluir en su interior un Morrinho aún más pequeño (hecho quizás de venecitas, o algún otro diminuto azulejo).
En muchos casos, la ciudad de ficción se anticipa a la verdadera. La primera sede de “TV Morrinho” fue construida en la maqueta; a partir de la realización de videos y de la difusión del proyecto entre artistas, actores, músicos y arquitectos, surgió la productora TV Morrinho que ha realizado videos institucionales para canales como Nickelodeon, etc. Otro ejemplo: la cantante Fernanda Abreu, que afirma con orgullo poseer “su propio apartamento” en la maqueta, llevó al DJ Marlboro y realizaron un show con sus muñecos Lego y fuegos de artificio de fosforitos. Un año después, repetían el show de funk carioca en la plaza de Pereirão.
Ante tan barroca inversión de las causalidades habituales, no sorprende que el argumento de uno de los mejores videos de TV Morrinho, “La revuelta de los muñecos”, trate justamente de la rebelión de los muñequitos-Lego contra los artistas que viajan a Venecia y los dejan a ellos yugándola en la favela. Los videos utilizan técnicas avanzadas de edición y sonido sin traicionar la estética original del juego: los protagonistas siguen siendo los muñequitos-Lego, movidos por las manos de los jugadores, que hacen también sus peculiares, inconfundibles vocecitas: y sin embargo la ilusión de verosimilitud es perfecta: “La piscina de Peri” da cuenta de lo difícil que es realizar mejoras en la favela: Peri construye una piscina pero cobra 1 real los 15 minutos; su vecino, para aprovecharse de la convocatoria, construye una más trucha y cobra 0,50 la hora: cuando ésta se llena hasta reventar, dedica las ganancias para pagarse sus 15 minutos de relax en la ahora vacía piscina de Peri. Y “Académicos del Morrinho” logra para los habitantes el sueño de todo carioca: alzarse con el premio mayor en los desfiles de carnaval.
Estos videos fueron dirigidos por Fábio Gavião, un director de cine y video que descubrió el Proyecto Morrinho en 2001 y desde entonces se ha convertido en uno de sus principales mentores; hoy dirige la TV y también la ONG Morrinho; y los constructores de la ciudad de ladrillos también se han capacitado en técnicas de filmación y edición. Muchos de estos videos fueron enteramente guionados y filmados por los jóvenes de la comunidad.
El Morrinho ha recorrido el mundo. Su primera salida fue local: en 2001 fue recreado en la Muestra Internacional Río Arquitectura. De ahí saltó a Barcelona (2004), París (2005), Munich (2006) hasta llegar a su consagración en la 52ª Bienal de Venecia. Robert Storr, curador general de la muestra, viajó personalmente a Río para conocerlos, y dice en el catálogo: “Si Brasilia es la visión concretizada de lo que una próspera capital de América latina podría ser, el Morrinho es una sombra vernácula, una sombra que se hace más profunda y que se amolda sobre el continente y sobre cada ciudad del mundo cuya polaridad económica y anárquica expansión siguen el mismo patrón de desarrollo. El Morrinho es, también, un patrón de autodeterminación, un ejemplo –tomando el término de Joseph Beuys– de escultura social. Una escultura en la cual las vidas redirigidas de sus autores son más de la mitad del trabajo”.
Cada viaje implica la recreación de una nueva ciudad, ya que la original no se mueve de su emplazamiento originario en la favela de Pereirão, y el traslado de la mayor parte de los integrantes del proyecto, con sus materiales y herramientas. Porque la gran sorpresa que se llevaron, nos cuenta Raniere, en su primera salida al extranjero, es que los ladrillos huecos europeos no se rendían a los golpes de la misma manera que los brasileños, se quebraban según otras líneas, no servían, en suma. Ahora, adonde sea que vayan, llevan una carga de ladrillos con ellos. Si uno se pregunta qué habrán sentido estos jóvenes al viajar a las grandes capitales del mundo, concurriendo a las inauguraciones y agasajos, alojándose en los mejores hoteles, para luego volver a la favela y a sus dificultades, Raniere da una posible respuesta: “Venecia se parece bastante a la favela: los pasadizos, las calles sin salida, la ropa colgada. Y ahora también tienen un Morrinho. Así que nos sentimos como en casa…”.
Los videos los vemos en las oficinas de la ONG Morrinho, situada en otra de las entradas de la favela, apoltronados en un cómodo sillón, con aire acondicionado. Alrededor nuestro vemos equipos de filmación, de sonido, unas computadoras Apple que me llenan de envidia… A la salida nos cobran 30 reales por la visita, 20 por el catálogo, 30 por el DVD, y nos extienden la correspondiente factura…
Estas formas de arte popular tercermundista, “espontáneo”, “extraartístico”, es bien sabido, son las que más rápido se integran al sistema del arte: apenas alguien las descubre se arma una ONG y viajan por el mundo y se institucionalizan y globalizan. Su radicalidad vanguardista y capacidad revulsiva o cuestionadora suelen ser efímeras. Pero el Morrinho ha cambiado la vida de los artistas y de toda la comunidad, y esto no hubiera sucedido de haber seguido siendo un proyecto secreto oculto en el corazón de una de tantas favelas idénticas.
A la salida nos topamos con dos jóvenes que no hemos visto en todo el recorrido, parados en medio de la larga escalera, que nos miran con expresión algo socarrona. No me cuesta mucho descubrir por qué: uno sostiene un fajo de billetes de cincuenta reales más ancho que un tomo de la Enciclopedia Británica, el otro una bolsa grande llena de pequeñas bolsitas de cuello retorcido. In Arcadia ego acuden a mi mente palabras de sabiduría medieval. Parece que ni siquiera una favela modelo como la de Pereirão se salva de las lacras habituales. “¿Hay muchos?”, le pregunto a Leandro, que nos guía. “No, son los únicos”, contesta, pero se lo nota incómodo: los traficantes han arruinado a último momento la perfección bucólica de nuestro favela tour.
En Las ciudades invisibles, Italo Calvino imaginó ciudades de todas las clases imaginables: ciudades espejo, ciudades colgantes, ciudades planas como monedas, con un anverso seductor y un reverso abominable, ciudades que se adaptan al deseo de cada visitante… Su libro contiene los modelos de todas las ciudades posibles, y de regreso en la mía, la que me ha tocado en suerte, lo hojeo buscando un vago recuerdo. Lo encuentro apenas lo abro: siempre me fascinaron las maquetas y los modelos (como bien sabe cualquier lector de Las Islas) así que había hecho una marquita: “En el centro de Fedora, metrópoli de piedra gris, hay un palacio de metal con una esfera de vidrio en cada aposento. Mirando dentro de cada esfera se ve una ciudad azul que es modelo de otra Fedora. Son las formas que la ciudad habría podido adoptar si, por una u otra razón, no hubiese llegado a ser como hoy la vemos. En todas las épocas alguien, mirando a Fedora tal como era, había imaginado el modo de convertirla en la ciudad ideal, pero mientras construía su modelo en miniatura, Fedora dejaba de ser la misma de antes, y aquello que hasta ayer había sido uno de sus posibles futuros era sólo un juguete en una esfera de vidrio”.
En el centro de una favela brasileña hay una favela en miniatura, y su destino es, si no más extraño, al menos más feliz que el de los modelos de Fedora. Morrinho no anula los futuros posibles de Pereirão, sino que de alguna manera los anticipa o los causa. Lo que sucede en la miniatura tarde o temprano sucede en la ciudad real, la maqueta es el corazón secreto de la ciudad real y el espejo de su futuro.
Getúlio
Después de un almuerzo de carne de sol (viajar en el espacio, decía el maestro William Burroughs, es viajar en el tiempo; la “carne de sol” es el tan mentado charque de las lecciones escolares sobre historia patria) con mandioca frita y farofa de zapallo, con un par de cervezas heladísimas, que nos sirven en el Bar do Arnaudo, uno de los mejores restaurantes de Santa Teresa, Río y por qué no, del mundo (a uno se le pegan ciertos tics locales) bajamos a visitarlo a Getúlio.
Getúlio trabaja en un pequeño cubículo de dos metros por uno, construido por él mismo a imagen y semejanza del célebre bondinho, el pequeño tranvía abierto, pintado de amarillo con corazones rojos sobre las aberturas, que sube y baja las empinadas calles empedradas de Santa Teresa. Getúlio repite la lógica de la miniatura y la puesta en abismo que el Morrinho ya había presentado: de su bondinho cuelgan pequeños bondinhos a escala, hechos de tablitas de cajón de fruta, pintados con esmero, con sus asientos, sus pasajeros con el nombre escrito en birome en algún lugar de su anatomía (Bil y Tuta, se llaman los que yo me compré: Bil tiene orejas hechas con el anillo de lata de gaseosa, Tuta con pestañas de lata brillante; ambos tienen brazos de cable, sombreros de tapitas de cerveza). Cuando pasa el bondinho verdadero, y para inmediatamente debajo del puesto de Getúlio, quedan alineadas lado a lado tres planos de realidad, en tres escalas distintas.
Getúlio está rodeado de muñecos de todos los tamaños: su secretaria Bonzolina, de tamaño natural, tiene un intercomunicador por cabeza, y de sus tiesos brazos de espantapájaros cuelgan otras muñecas más pequeñas: con rostro de cámara fotográfica o de teléfono. “Me gusta trabajar en grande, me explica Getúlio, pero después no tengo donde ponerlos. Por eso los más grandes tienen que dormir en la calle”, dice, y una fugaz sombra de preocupación nubla sus rasgos por un instante. Serrucha una tablita, despanzurra una lata, clava ojos, boca, orejas. “Tengo problemas con los materiales, estos clavos no son los indicados”, dice mientras les serrucha las puntas. No hay nada naif en las composiciones de Getúlio: su mirada es la del Picasso que vio un toro en la combinación de un asiento y un manubrio de bicicleta, la trompa un mandril en un autito de juguete. Sus composiciones más abstractas me recuerdan a las de mi collagista favorito, el dadasurrealista Kurt Schwitters.
Me pregunto cómo será ver el mundo con los ojos de Getúlio. Donde otros ven una tapa de un frasco de detergente, un mango de paraguas, un diskette, él ve sombreros, cabezas de cisne, orejas. El mundo existe para ser convertido en un muñeco. Getúlio no para de trabajar mientras conversa con nosotros, ni siquiera cuando Vic le habla de una posible exposición en Argentina. Debe repetírselo una, dos, tres veces, hasta que se aviene a dejar el martillo, agarrar una libreta, escribir sus datos, arrancar la paginita y dársela. Lo hace con impaciencia apenas disimulada, y apenas puede vuelve a la muñeca que se traía entre manos. Cuenta que ya ha hecho una exposición en Francia, a la que no pudo concurrir porque se trataba de un intercambio según el cual el brasileño viviría en casa del francés y el francés en la del brasileño. “Pero mi casa no estaba en condiciones de recibirlo.” Hubo otras exposiciones en Brasil, pero asegura que para garantizarse la continuidad hacen falta conexiones políticas y a él todo eso no le va ni le viene. “Me gusta votar a quien yo quiero”.
Ultimamente se ha puesto a pintar: el cuadro que yo le compro, que figura a Morito y a Daiana, tomados de la mano, fue hecho sobre la chapa lateral de un lavarropas; otro, que no podemos llevar porque todavía está fresco, sobre una tapa de inodoro. “A mí no se me daba tanto por pintar, pero venían los clientes y me preguntaban: ‘¿Por qué no pinta?’. Claro, para los turistas es más fácil llevarse un cuadro que un muñeco”, comenta y sacude la cabeza, rememorando su azorado descubrimiento de las determinaciones del mercado. Es fácil darse cuenta que a Getúlio sólo le interesan las determinaciones del arte, de los materiales, las formas, los colores, las maneras en que se combinan. La lógica extraestética le resulta difícil, ajena, ilógica en un punto: debe aprenderla como se aprende otro idioma o las costumbres de una cultura ajena. “A los alemanes les gustan los cuadros”, me dice en un momento, y enseguida agrega, con un gesto que alude al que me llevo: “¿Usted es alemán?”. Nada importa mi aspecto de sudaca, mi portuñol más o menos pasable: a los alemanes les gustan los cuadros, a mí me gustan los cuadros, ergo, debo ser alemán: Getúlio ve toda la realidad con ojos de artista, y la interpreta según la lógica del arte. Me llevo, además del tranvía, y el cuadro de Daiana y Morito, para mi hija Almita una muñeca de moño en la cabeza, ojos de tapa de gaseosa, enormes aretes africanos hechos con la parte superior de las latas de gaseosa, tetitas de tecla de calculadora y cartera de reloj pulsera: se llama Catarina. Vic, indecisa entre todas las que la rodean, y ya pergeñando la exposición futura, le pregunta a Getúlio cuál de ellas prefiere. Getúlio sonríe, y sacude la cabeza más que nunca. “Son todos hijos. No tengo modo de elegir entre ellos. Son todos hijos.” Entonces estoy seguro: Getúlio es un ejemplo de eso casi inhallable hoy en día, un artista en estado puro.