Se ha hablado mucho esta semana de Natacha Jaitt, de Mirtha Legrand, de Nacho Viale y de comunicadores/artistas/políticos supuestamente vinculados a una red de pedofilia. Menos nos hemos ocupado (este diario fue una de las pocas excepciones) de los menores abusados, las verdaderas víctimas. Y casi nada prestamos atención al periodismo que practicamos, que ha hecho su aporte a la inmunda dinámica del escándalo.
¿Cómo llegamos a esto? De múltiples maneras. Analicemos algunas de ellas.
Una. La transformación de la industria generadora de contenidos periodísticos y las nuevas tecnologías multiplicaron los destinos de nuestro trabajo y la interacción con ellos. Pero al mismo tiempo nos hicieron más frágiles: el periodismo de calidad es más caro que la simple amplificación del declaracionismo altisonante y de escandaletes reales o ficticios, que obtienen mayores audiencias en cualquier formato. Se traduce en rating, faveos y clicks. El imperio de lo que mide.
Dos. A ningún gobierno le gusta el periodismo crítico. Pero el kirchnerismo se animó a ir a un extremo poco transitado en el nuevo siglo, al menos en repúblicas desarrolladas institucionalmente: premios para los acólitos, castigos para los críticos. Esa grieta que no se cierra causó y causa salvajismos de ambos lados, hoy alimentados además por una administración que se beneficia con la comparación. Así, muchos de los periodistas y medios referentes hacen su tarea de manera tuerta: cuento lo que es funcional a mi lado de la grieta. Ciertos ejemplos son el colmo, como las falsas revelaciones de supuestas cuentas sin declarar de Máximo Kirchner en EE.UU. o el presunto secuestro seguido de torturas de Santiago Maldonado por parte de la Gendarmería. Apenas dos. Hay muchos, demasiados, más.
Tres. Los motivos anteriores, sumada cierta tentación natural que puede tener el ser humano a la vanidad, convirtieron a gran parte de los colegas con mayor exposición en una suerte de vedettes protagónicas, dejando en segundo plano si lo que cuentan o muestran es realmente verificable. El ego y la confusión se potencian con las audiencias agrietadas, que no toleran otra cosa que no sea lo que ellas creen. Así, el fanatismo se retroalimenta a niveles exasperantes. La verdad no importa, solo es cuestión de fe. Y varios periodistas se sienten intocables, negados a cualquier autocrítica.
Todo esto puede explicar la baja credibilidad actual del periodismo, donde lo militante y lo profesional parecen empastarse como si todos fuéramos lo mismo, no siéndolo.
Semejante caldo de cultivo es el marco ideal para que Jaitt o quien sea detone un manto de sospecha sobre comunicadores muy visibles y una parte considerable de la sociedad (ni hablar de la que hace de las redes sociales su hábitat) las considere justificadas. Si somos truchos. Si nos la pasamos operando. Si nos paga el Gobierno (el anterior o el actual). Si somos corruptos. Si recibimos sobres de los servicios. Si lamemos las medias de quienes nos contratan, que en esa percepción maniquea son peores que nosotros, los cagatintas.
Venimos tocando fondo hace rato y ya va siendo hora de que reconstruyamos el profesionalismo periodístico desde la honestidad y el rigor. No exentos de errores, de los cuales aprender y disculparse. El periodismo argentino no escapa al declive nacional, pero sería deseable dejar de ver siempre la paja en el ojo ajeno para ver la del propio. Sería un gran primer paso.