COLUMNISTAS

De la tranquilidad a la guerra

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El domingo pasado llegué de Cochabamba, donde me invitaron a dar un taller de crítica de cine en un festival que debe de ser el más chico del mundo, pero es muy inteligente, agradable y acogedor. Se llama “A cielo abierto”, es trienal y se desarrolla en el predio de la Fundación Simón I. Patiño, el legendario magnate del estaño. Si tuviera que elegir una palabra para definir mi impresión de un país en el que estuve sólo cinco días, diría que Bolivia es “tranquila”. En Cochabamba pude ver El corral y el viento, de Miguel Hilari, una de las mejores películas bolivianas de la historia, en la que con un cuidado íntimo y paciente el director pasa al costado del conflicto de culturas e identidades que atraviesa la actualidad política y logra eludir los eslóganes del caso para acercarse con placer a la naturaleza y la gente.

Ya en Buenos Aires vi Relatos salvajes, que vendría a ser la exacta contrapartida de la película de Hilari. Si una es calma, documental, independiente, límpida y rural, la otra es violenta, ficcional, urbana, oscura y mainstream. Si una es boliviana, la otra es argentina, en el sentido de que ambas representan la tensión que bulle en las respectivas sociedades. Damián Szifrón construyó una película recargada, exuberante, en la que siempre hay lugar para un plano más para que la cámara enfoque y desenfoque o para que mire desde adentro de un cajero automático. Esa opulencia es la clave de Relatos salvajes, la razón de su solidez y su coherencia no sólo por el casting, el costo de producción, el cuidado en la escritura y la atención a la verosimilitud, sino porque se trata de la gran película sobre la lucha de clases en la Argentina del kirchnerismo. Es una mirada sobre la burguesía con la que la película comparte el lujo y la ostentación, lo que le da una gran homogeneidad tonal. En ese sentido se parece a Cohen vs. Rossi (1998), una producción de Adrián Suar mucho más precaria como cine, pero que reflejaba hacia el final del menemismo
la frivolidad de una clase que, refugiada en su country y sus costumbres, temía secretamente ser devorada por las hordas exteriores.

Después de una película tan optimistamente oficialista como Tiempo de valientes, Szifrón reaparece diez años más tarde con seis episodios, conectados por el tema común de la venganza, en un país cuyo discurso político no gira en torno a otra cosa. La película culmina en una boda donde las pasiones desatadas encubren una sordidez descomunal en los hijos prematuramente encallecidos de la burguesía. El final relativamente feliz es menos una concesión que la declaración de que no hay sentido fuera del sexo y el dinero, y que todo lo demás es hipocresía. Antes, la película se encargó de mostrar la violencia homicida entre el dueño del auto de alta gama y el rústico provinciano y la vindicación de la clase media contra la burocracia, de las víctimas del delito contra la impunidad de la clase dirigente o de un individuo aislado contra quienes obstruyeron su ascenso, pero siempre con la explotación y el abuso como mediadores de las relaciones sociales. Los nuevos y viejos ricos de Szifrón son fieras conscientes de la necesidad de defender su lugar contra los fantasmas que los acosan. Al mismo tiempo que pinta un país en guerra, Szifrón hace un cine en el que no se toman prisioneros.

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