Hace dos semanas Guillermo Piro publicó “La guerra ha terminado”, una preciosa columna en PERFIL. Es el periodista que mejor maneja la forma-columna. En esta, Piro contaba que en 2011 el fotógrafo David Slater fue a Indonesia a fotografiar a los cinopitecos, un tipo particular de macaco. En un momento, uno de éstos le arrebató la cámara y empezó a sacar y sacarse fotos.
Del montón, una, la suya, le salió bien, y Slater se hizo la del mono con los derechos de autor y la publicó como si fuera propia en el libro Wildlife Personalities y la vendió en diversos sitios. Luego de discusiones legales acerca de si los derechos de autor corresponden al portador humano de la cámara o al macaco que oprimió el disparador, el asunto se zanjó con el compromiso del fotógrafo de ceder el 25% de sus derechos a una entidad protectora de los derechos de los monos de las islas Célebes.
Hoy, miércoles 27, abro mi correo y me encuentro con otro indispensable número de Escritores del mundo, la revista-blog que dirige Miguel Vitagliano. En su nota, “El zoo del fin del mundo” leo que el compositor Olivier Messiaen amaba tanto a los pájaros que transcribía en pentagramas los cantos de los que no conocía. En 1940, encerrado como prisionero de guerra en el campo de concentración de Görlitz, estrenó su Cuarteto para el final de los tiempos. Cuando la música sonó, los prisioneros, que eran su público escucharon a los pájaros abriéndose paso en el clarinete. “En realidad”, escribe Vitagliano, “Messiaen amaba a los pájaros porque eran capaces de volar hacia la música”. En 2013, a veinte años de la muerte de Messiaen, la Unión Ornitológica de Francia presentó una querella a favor de los derechos de composición de los pájaros. El resultado es improbable, porque los pájaros no pueden cantar distinto de como cantan, pero el artista ¿hace acaso lo que quiere?