Pasan tantas cosas en la Argentina de una semana a la otra que es casi imposible recordar nada de lo ocurrido hace apenas siete días. Sin contar ya no los hechos, sino las operaciones y los rumores, que son también tantos y tan fuertes que incluso llegan hasta lo alto de mi Torre de Marfil, donde me encuentro en este momento sirviéndome un poco de caviar Petrossian: me gusta el color del Beluga perdiéndose entre mi boca, el horizonte y el atardecer. Uno de esos rumores informa que luego del éxito de Carrió como executive producer de la entrevista en su propia casa a un narcotraficante, habría recibido una suculenta oferta de Telenoche para hacerse cargo de la producción integral del noticiero, más un programa en la trasnoche llamado Un minuto de meditación. Supuestamente estaría estudiando la propuesta en sus vacaciones en Miami. Por supuesto, yo no creo ni una pepa en la veracidad del rumor, pero así andan las cosas por aquí en estos días.
Decía, sí, que es difícil recordar lo sucedido hace una semana, por lo tanto infiero que nadie deber tener en mente que en mi columna anterior me detuve en la correspondencia entre Walter Benjamin y Erich Auerbach, cometiendo una cierta injusticia hacia este último: reparé mucho más en Benjamin que en el autor de Mimesis. La representación de la realidad en la literatura occidental, obra clave de la crítica y la teoría literaria del siglo XX, referencia ineludible para pensar la tensión entre literatura y representación. Publicada en alemán en 1942, el capítulo dedicado al realismo francés del siglo XIX incluye una gran frase sobre Flaubert: “Flaubert cree que la realidad de lo que ocurre se revela en la expresión verbal (…) quiere obligar al lenguaje a entregarle una verdad sobre los objetos que caen bajo su observación”.
No sé por qué (o mejor dicho, sí sé por qué) mientras terminaba de leer Destruir la pintura, de Louis Marin, publicado recientemente por la editorial Fiordo, con una muy acertada traducción de Victor Goldstein, no pude dejar de asociar el libro, y al propio Marin, con Auerbach. En principio poco tienen en común, ya en relación con la época, con la lengua, con los temas de interés, con sus biografías. Pero el azar de la lectura correlativa de ambos me hizo percibir una similitud estructural entre ellos: el posicionamiento de su escritura y su obra bajo la figura de lo que Foucault llamaba “intelectual específico”, es decir, la pertenencia a un campo acotado en el que se practica una labor singular (a diferencia del intelectual “generalista”, a lo Sartre, que se explaya sobre todos los temas del mundo).
Pero desde esa escritura puntual y precisa, autores como Louis Marin pueden darnos a pensar en temas que exceden, que rebasan, la problemática estricta de su investigación. Allí radican el interés y el enorme talento que demuestra en Destruir la pintura.
Doy un ejemplo: tratando con gran erudición el debate entre Poussin y Caravaggio, Marin se detiene sobre el problema de saber narrar, sobre la disyuntiva entre “saber narrar lo muerto en imagen o pintar lo vivo: la nobleza del tema o lo vivo del objeto”.
Sin alejarse un ápice de lo específico de su tema, con esa frase, con el escenario que abre esa frase, Marin deja planteada una pregunta que permite, que exige ser reinscripta en otros ámbitos, discursos y saberes, como la crítica literaria o incluso la propia narrativa.