En el momento en que Barack Obama reciba el legado de la administración Bush, encontrará un gasto de miles de millones de dólares asignados al despliegue militar de su país, una parte de los cuales estará imputado a investigación y desarrollo (I+D) para la defensa.
Es una creencia bastante generalizada que el progreso tecnológico militar precede en excelencia al civil, que con el tiempo va nutriéndose de aquél. Más aún, la pregunta acerca de si la guerra es un estímulo para el avance de la ciencia suele responderse con la afirmación de que los pueblos más “adelantados” son los que poseen una tecnología bélica superior, como si la capacidad científica y tecnológica para arrasar conllevase la de edificar. El ejemplo que suele darse es el de Internet.
Los partidarios de que Internet pasó del uso militar al uso civil explican que a finales de los 60 y ante la posibilidad de un ataque nuclear, el Departamento de Defensa de Estados Unidos comisionó a la ARPA (Agencia de Proyectos de Investigación Avanzada) la creación de una red para proteger los sistemas de información estratégica localizados en las ciudades principales. Debido a que en la red de comunicaciones de la época cada nodo dependía de otro –razón por la cual la totalidad de la red podía quedar inutilizada por la destrucción de uno solo–, el emprendimiento era esencial.
Los responsables científicos del emprendimiento (Joseph Licklider, Leonard Kleinrock, Lawrence Roberts) trataron desde el principio de hacer oír su verdad: en realidad, Internet surgió de la necesidad cada vez más acuciante de poner a disposición de los contratistas de la IPTO (Oficina para las Tecnologías de Procesado de la Información) más recursos informáticos. Enlazar diferentes máquinas permitiría a los científicos que estuvieran investigando temas similares en diferentes lugares, compartir recursos y hallazgos con mayor economía. Ello no obstante, el halo épico de los halcones escribe su historia con trazos más estridentes para la opinión pública de lo que son capaces los metódicos susurros de las palomas.
En realidad, los estudios que están apoyados por datos empíricos verificables demuestran que más que un estímulo para el avance de la ciencia, la guerra es un estímulo para el avance de la ciencia de la guerra.
Tanto es así, que el propósito que tuvo en mente el trigésimo cuarto presidente estadounidense Dwight Eisenhower (un general de cinco estrellas) cuando en 1958 creó la ARPA, fue el de financiar investigaciones académicas de todo tipo, de modo que el pueblo de los Estados Unidos –como lo expresó el líder de la mayoría en el Senado y futuro trigésimo sexto presidente Lyndon Johnson– no sufriera el profundo shock “… de darse cuenta que podía resultarle posible a otra nación alcanzar superioridad tecnológica por sobre nuestro gran país”.
Más allá de que Eisenhower pensó la Agencia como una aspiradora de ideas de todo linaje, las palabras de Johnson exhiben toda una doctrina. En la actualidad, y así lo reconoce el Departamento de Defensa de los EE.UU., la tecnología se transfiere del sector civil al militar (spin-in) más que a la inversa.
Según diversas fuentes, España sigue a los Estados Unidos en gastos respecto al PIB en I+D con finalidades bélicas (Eugeni Barquero y Francesc Gusi), al mismo tiempo que invierte en I+D básica menos que Ford Motor Company. En cuanto a la inversión mundial en I+D, la investigación militar recibe el 30%, cinco veces más de lo que se dedica a investigación sanitaria y diez veces más que a investigación agrícola. Estados Unidos invierte en I+D militar el 64% del total mundial. Así como los nuevos equipos nos traen a la imaginación aviones sin pilotos, armamentos ligeros de talle futurista y computadoras y monitores detonando un artefacto explosivo a miles de kilómetros de distancia, lo cierto es que en las guerras tradicionales la mayoría de las víctimas eran soldados y hoy el 90% son civiles.
Los argumentos que sostienen estas inversiones son débiles, sea desde el costado filosófico, sea desde el práctico. Rara vez una iniciativa de este tipo no ha sido defendida desde la óptica de la conservación de la paz; es el tipo de razones que arroja mucho ardor pero poca claridad.
Desde el hecho de que la creación de armas y tecnologías destinadas a reforzar el potencial ofensivo de los ejércitos termina por matar a seres humanos, la mejor refutación (ex post) está brindada por otro militar, esta vez de cuatro estrellas, el ex secretario de Estado de Bush, Colin Powell: “… lo único que de verdad puede destruirnos somos nosotros mismos. Pero no debemos hacernos eso, ni debemos utilizar el temor con fines políticos, asustando de muerte a la gente para que te vote, o asustando de muerte a la gente para que podamos crear un complejo industrial de terror”.
La alegada “amenaza terrorista” es desbaratada con la comprobación de que el armamento está orientado a guerras convencionales. Tal como han sostenido muchas de las organizaciones que hacen campaña en favor de la paz, tampoco resulta coherente aceptar que esas nuevas armas puedan ser útiles en las así llamadas “intervenciones humanitarias”.
Los últimos años del milenio anterior fueron locuaces testigos de la irrupción de “... un nuevo mundo idealista resuelto a acabar con la inhumanidad”, una era en la que las naciones civilizadas, guiadas por los Estados Unidos “... en la cúspide de su gloria”, se comportarían con “altruismo” y “afán moral” en la conquista de ideales encumbrados (Noam Chomsky, con estilo socarrón). Sin embargo, el flujo de la ayuda militar de los Estados Unidos se empeña en desmentir semejante desborde retórico.
Los envíos de pertrechos a Israel, Egipto, Turquía y Colombia no podían sino conducir a la muerte, a la multiplicación del número de desplazados forzosos, a la militarización de conflictos internos, al empobrecimiento y la generalización del terror en millones de personas.
Con el solo hecho de que Washington no hubiese interpretado la irrupción del “nuevo mundo idealista” como una exhortación a armar hasta los dientes a sus aliados, es muy posible que estos hechos concretos no hubiesen tenido lugar. Luego se añadieron a la lista Timor Oriental, Kosovo, Afganistán, Irak, sin que ninguno de los ya inscriptos se desafiliara. Los hechos muestran que frente a cualquier otra explicación, prevalece la necesidad de afianzar la cohesión de la OTAN y la credibilidad acerca del poderío de los Estados Unidos.
La crisis actual da a Barack Obama la posibilidad de reescribir, junto con muchos otros actores globales, las bases de un nuevo orden post crisis, un sistema doctrinario eficaz que le permita al mundo hacer frente a sus amenazas (el hambre, la brecha digital, el terrorismo fundamentalista, el consumo de drogas) con más equidad y más eficacia y eficiencia que hasta ahora. Deberá hacerlo debajo del águila de investigación y desarrollo (I+D) para la defensa. Pero ese es el país y éste, el mundo que le han tocado en suerte.
*Ex canciller.