La noción de hegemonía, al menos en el sentido de Gramsci, supuso (y supone) un aporte fundamental para considerar la cuestión de la dominación. Sin ella podría pensarse que se domina tan solo por imposición, por coerción y por violencia. Con ella se advierte, en cambio, hasta qué punto es tanto más eficaz una dominación cuando se logra obtener además la adhesión de los propios dominados, cuando se consigue que asuman como propios los términos con los que en verdad se los somete. De este modo, sujeto e identidad ya no se conciben por fuera de los dispositivos de poder, o como una instancia preservada de oposición meramente exterior; por el contrario, son ellos mismos un espacio de lucha (en una línea de reflexión que lleva visiblemente a Michel Foucault, que inscribe además el poder en la materialidad concreta de los cuerpos).
¿No es extraño, entonces, que se recurra tanto a la noción de hegemonía en estos tiempos en los que parece prevalecer, por el contrario, la tendencia a afirmar sujetos siempre seguros de sí mismos, estabilizados en su identidad, dueños certeros de su cuerpo y de su voluntad, enfrentados por definición a un poder que no los toca? ¿Cómo es que lo hegemónico se concilia, en lo conceptual, con esa manera de entender sujetos y cuerpos (e incluso sujetos definidos, mediante un biologicismo retro, desde sus cuerpos)?
¿Cómo es que lo hegemónico se concilia con esa manera de entender sujetos y cuerpos?
La noción de hegemonía ha sido aplicada incluso al culo, lo cual nos lleva probablemente más allá de Gramsci, pero no, por lo pronto, más allá de Michel Foucault. Ni tampoco, para el caso, más allá de La intimidad pública de Beatriz Sarlo, en el que se ocupa específicamente del asunto en la tradición crítica de los estudios culturales, la que se plantea desde hace décadas de qué forma opera la cultura de masas en la figuración social de los cuerpos y las identidades.
El debate, por suerte, está abierto, y así se enriquece la reflexión de todos.