Por una de las formidables columnas de Federico Monjeau en Clarín, me entero de que Glenn Gould prefería mantener conversaciones telefónicas con sus amigos antes que encontrarse y verse con ellos. Lo cual entra en correspondencia con otra determinación de Gould, a la que también hace referencia Monjeau, que fue la de desistir de ejecutar conciertos en público para abocarse a ofrecer su música únicamente en grabaciones de estudio. Encuentro una consonancia posible entre un repliegue y el otro. Y encuentro que ambos hallaron en la tecnología su condición de posibilidad.
En efecto, las tecnologías suelen activar con su consolidación social una reformulación de lo que se entiende por privado y por público, y habilitan una redistribución de lo que a un ámbito y a otro se asigna, de lo que en un ámbito o en el otro puede decirse o mostrarse. No por nada, en Infancia en Berlín hacia 1900, Walter Benjamin se detuvo a considerar lo que implicó la instalación de un teléfono en el hogar familiar. No por nada se ocupó del efecto que la iluminación a gas, de luz tan parecida a la de los veladores en las casas, provocaba en las calles. No por nada señaló que no era igual hablar ante el teatro o el Parlamento que hacerlo ante la cámara (así como no fue igual, para Glenn Gould, tocar para el teatro que tocar para el micrófono: sustraerse de la exposición inmediata, en procura de una ilusión de intimidad).
Atravesamos, como es archisabido, otra era de transformación tecnológica radical: tan grande como pocas veces se vio. Admito que la afronto un poco como el Angelus Novus de Klee según lo contempló, una vez más, Walter Benjamin: lanzado hacia delante, pero con la vista vuelta hacia atrás. Me fascina advertir que zozobran la noción de esfera pública, tal como la aprendí en Jürgen Habermas, o la del hombre público en declive, tal como la entendí en Richard Sennett. Leo ávido a Boris Groys, a Paula Sibilia, a Nicolás Mavrakis, los que saben pensar el presente (yo trato de pensarlo también, pero siempre como si ya hubiese pasado).
Algunos debates generales sobre el ámbito público ya estaban más o menos saldados. Por ejemplo, que no se puede alentar la xenofobia o la homofobia, ni expresar hostilidad hacia los judíos, ni ninguna otra forma de discriminación o ensañamiento; que en una conferencia o en la televisión o en los diarios impresos no se puede injuriar ni difamar. Pero en la versión digital de esos mismos diarios, en los foros de tal o cual sitio, en la publicación purulenta del resentido tecleador, ¿sí se puede? ¿Sí se admite? ¿Ahí está bien? ¿La idea vendría a ser entonces que toda la escoria que se expulsa de la esfera pública existente vaya entonces a parar a la red (la red como red cloacal)? A mí, al menos, no me parece. Pero no sé: el debate está abierto.