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Debates y rebates

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En los últimos tiempos, se ha venido formando un club de escritores damnificados por Beatriz Sarlo. Recorridos por un inocultable dolor, atravesados por un sufrimiento silencioso, habitados por un rencor abrumador, vuelven una y otra vez sobre el terrible escarnio al que fueron sometidos. Según parece, en los años 80 y parte de los 90, en la cátedra de la que era titular, Sarlo habría cometido una serie de delitos, en especial uno gravísimo: no elegirlos como objeto de estudio. Hagamos un breve racconto de los hechos, o al menos, de los que ahora recuerdo. El escritor S. (me ahorro dar nombres por razones de la más elemental piedad) la acusa de haber maltratado a Soriano en el transcurso de una conferencia pública. La imputación se demuestra falsa, desmentida por la organizadora del evento. Más tarde, el escritor F., defendiendo al escritor S., e invocando su palmarés en el mercado (“Tengo treinta libros publicados… uno de 814 páginas, todas escritas por mí”) la acusa de publicar sólo rejuntes de artículos. Pero sobre todo, la inculpa de no haber hecho algo: “Jamás escribió sobre nosotros”. Más cerca en el tiempo, el escritor M. declara: “El reconocimiento de Saer significó la exclusión del resto de su generación. La señora Sarlo sólo habló de Saer en las cátedras de literatura argentina y se negó a hablar de Cortázar hasta el ochenta y pico” (no hace falta aclarar que el escritor M. pertenece a la generación de Saer). Y para finalizar –por ahora–, la propia Sarlo hace su descargo en un blog: “Enseñé a Borges, a Cortázar (siempre), y grave error de juicio, también dos novelas del propio M. (…) no tuve la audacia estética de enseñar sólo a Borges o a Saer”.

¡Pues, qué pena! El error de M. reside en suponer que una cátedra, es decir, un espacio de pensamiento crítico, debe ser fiel a la lógica de un supermercado: todos los productos deben estar exhibidos en la góndola. A veces, parece que S., F. o M., antes que discutir sobre literatura, estuvieran protestando frente a la Secretaría de Defensa del Consumidor… Ocurre que no deja de llamarme la atención, todavía hoy, hasta qué punto nuestros best sellers de izquierda, nuestros escritores progresistas de mercado, sueñan, rezan y se ilusionan con ser reconocidos por la academia. Viven bajo la superstición de que allí pasa algo interesante, creencia que, salvo por unos pocos textos agudos (como los de Sarlo) es evidentemente errónea. Es desolador el déficit de pensamiento crítico proveniente del ámbito universitario desde el 83 al presente.
Pero si Sarlo no escribió demasiado sobre Soriano, o sobre S., F. o M., es simplemente por una buena razón: porque le interesa la literatura. En cambio, se puede leer los textos de Sarlo bajo el modo de la inatención a la obra de Libertella y la incomodidad frente a la de Aira, Zelarayán y muchos otros autores de los que me ocupo en Literatura de izquierda.

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Por decirlo en una frase: con herramientas tomadas de la sociología de la literatura, de los estudios culturales y de cierto ensayismo a lo Barthes y Benjamin, a Sarlo le interesan generalmente los escritores que, desde la vanguardia, desembocan en un tardo-modernismo ilustrado; y en la forma en que esa operación repiensa el realismo, como Saer y Sebald, por ejemplo. Allí reside su límite, no en Soriano (hablo de literatura, claro. De política prefiero no hacerlo: como lo demuestra su propia historia, Sarlo suele estar equivocada).
¿Es esto una defensa de Sarlo? ¿La necesita, acaso? Tan sólo escribo como el lector descentrado que soy, sin ninguna red detrás (o sin ninguna otra red que la biblioteca que está detrás de mí). Nunca quise estudiar letras, también por una buena razón: porque me gusta la literatura. Y los debates con ideas, no con resentimiento e ignorancia.