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Deberes y obligaciones

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Martín Redrado hace un completo e interesante análisis de los temas económicos y sociales que nuestra sociedad tiene por delante a partir del cambio de gobierno. En su estudio no hay sólo un diagnóstico de los diferentes sectores de actividad y de los puntos de interés social, sino también lineamientos de propuestas, incluyendo la imprescindible estabilidad y seguridad jurídica.
Su aporte, junto a los que ya se han hecho (lamentablemente pocos) y los que eventualmente se hagan deberá estar sobre la mesa en el momento en que se construyan los consensos políticos y sociales necesarios para gobernar útilmente en la nueva etapa. (...)
No tendría mucho sentido que en este prólogo analizara y señalara los acuerdos que tengo con lo que Martín propone y, eventualmente, las pocas diferencias de énfasis que hurgando pudieran llegar a encontrarse. Creo que es mucho más útil una breve reflexión sobre las calidades y cualidades esenciales que los ciudadanos debieran exigir al próximo jefe/a (también puede leerse: jefa/e) de Estado. Algo así como el telón de fondo que requieren las políticas específicas propuestas.
Hay cuatro que me parecen básicas: un jefe/a de Estado debe tener una “visión” sobre su país, hacia el pasado y sobre todo hacia el futuro. Una visión que debe integrarse con su región más cercana y con el mundo. No llega a su destino quien no sabe adónde quiere ir. Es la visión, la concepción, del país en sí mismo y en su integración con el resto la que orienta, la que guía, la que baliza el camino que se propone recorrer.
Un jefe/a de Estado tiene la obligación de hacer de la transparencia, del diálogo y de la búsqueda de consensos la materia prima de su gobierno. Sin transparencia no hay diálogo ni consensos que puedan construirse, porque sin buena fe es imposible construir durablemente. A su vez, si no hay diálogo ni consensos tampoco habrá transparencia, porque ello será reflejo de actitudes autoritarias, de dominación, de creer que la sociedad y el destino de la misma dependen de unos pocos o incluso de un solo individuo. Hay que recordar que el diálogo no es para ganar, el diálogo es para escucharse, para comprenderse. La democracia es diálogo y es el antídoto al absolutismo porque, como dijo Jean d’Ormesson, “es mucho más difícil seducir o engañar a muchos que seducir o engañar al rey”.
Un jefe/a de Estado tiene que vivir permanentemente parado en la realidad. Ni autismo, cierre sobre sí mismo, ni fantasías fundacionales. Un gobernante que se precie de servir a los intereses de su país no puede creer que sea el único con capacidad de interpretar a la sociedad en la que vive, comportándose como un autista. Tampoco puede fantasear con gobiernos “fundacionales” que habitualmente se envuelven en una retórica vacía de contenido y de realizaciones. Pasadas las etapas iniciales de un país, donde las excepciones fundacionales pueden darse, la construcción de una nación se hace por acumulación sucesiva, por capas geológicas de transformaciones que rescatan la materia prima buena de las etapas previas y van ajustando aquellas más deficientes.
Un jefe/a de Estado no puede ni debe desentenderse de la “gestión”. Es muy frecuente en el mundo de la política que los funcionarios, desde el primer nivel hacia abajo, crean que las decisiones plasmadas en un discurso, un decreto o aun una ley, terminen, resuelvan, algún tema. Nada más lejos que eso, especialmente en un país como el nuestro donde el Estado está desarticulado y con grandes baches en materia de formación técnica específica de sus cuadros.
Hay que aceptar que hay un momento de concepción y un momento de realización. Con el discurso, el decreto, la ley, las cosas no terminan. Al revés, suelen ser sólo el puntapié inicial, allí se inicia el proceso destinado a generar una política que solucione problemas y genere los cambios necesarios. La gestión consiste en entender a los máximos niveles del Estado que a partir de ese “principio” hay que gestionar, controlar el ritmo de avance, corregir errores, premiar o castigar a los ejecutores responsables. Menos epopeya y más trabajo. Menos protocolo y más sudor. Es el jefe/a de Estado el que debe “empujar” el carro.
Estos cuatro requisitos básicos sólo tienen valor cuando se combinan en un conjunto. Ninguno sustituye al otro. Todos juntos hacen la diferencia entre un buen o un mal gobierno. Los cuatro reflejan el “ser”, “saber”, “hacer” que los ciudadanos tienen derecho a exigir a sus gobernantes.
El liderazgo que se espera de un jefe/a de Estado radica, como alguna vez escribió Zbigniew Brzezinski, consejero de Seguridad del presidente estadounidense Jimmy Carter entre 1977 y 1981, “parcialmente en el carácter, parcialmente en el intelecto y parcialmente en la organización”.
Sin estos atributos, las políticas que en este caso correctamente expone el trabajo de Martín, difícilmente puedan avanzar. No es responsable la falencia intrínseca de las propuestas, sino la pobreza de la conducción, de ese telón de fondo sin el cual la obra se resume a un conjunto de ambulantes zombis que peroran sobre lo que han hecho, lo que están haciendo o lo que serán capaces de hacer.
El telón de fondo ha estado dedicado a los requisitos de los que gobiernan pero, para ser justos, no está completo si no hay al menos algunos trazos ligeros sobre la idiosincrasia de los gobernados, los que con su voto eligen. Eligen y, aun cuando se equivoquen, deben ser respetados. La equivocación no puede eliminarse en ninguna democracia. Allí están los ejemplos de dos derrotados, Winston Churchill luego de la Segunda Guerra Mundial y George Clemenceau luego de la Primera. En este último caso, derrotado electoralmente por un presidente literalmente loco (Paul Deschanel) a quien se encontró vagando sobre las vías del ferrocarril en pijama.
Los gobernados de hoy en esta Argentina concreta tenemos virtudes y defectos pero, como dice Abel Posse en su libro Sobrevivir Argentina, citando al filósofo franco-rumano Emile Cioran, quizás estamos viviendo a la defensiva, hemos ido a la rastra de la historia y es entonces el momento de pensar en transfigurarse, esto es, cuando “un viento de voluntad y de dignidad nacional lo lleva a afirmar sus posibilidades conjugándolas con las mejores corrientes de su época”.

*Ex ministro de Economía. Prólogo del libro Las cuentas pendientes (Planeta), de Martín Redrado.

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