Somos súbitamente un país tan feminista que incluso la pluma rigurosa de Martín Caparrós dejó testimonio en Twitter de que, por estos días, no tenía nada que decir.
Experta en la constelación Sur, Victoria Liendo me comenta la polémica en torno a la censura de Lolita de Nabokov en 1959. Borges (que no la había leído) recuerda que para Wilde no existen los libros inmorales sino las lecturas inmorales; la sugestión es el alma de la literatura, y la imaginación del lector la única capaz de llevarla lejos. La obscenidad, como la belleza, está en el ojo de quien mira, es un valor inestable. ¿Acaso el feminismo también?
Conozco ecofeministas para quienes los desórdenes alimentarios de hoy se deben a que la mujer dejó la cocina, de donde no debió salir jamás. Creen que su misión es alimentar: adoran ser reinas en sus matriarcados orgánicos y apoyan el aborto. Conozco chicas trans que sueñan con desfilar como Angela Ponce, Miss España 2018, y son un emblema del “modelo de mujer” que otras desprecian. Estas cultivan con primor su vello corporal y no salen sin pañuelo verde, el chic du jour de una ética valiente. Todas me fascinan: son todas feministas.
Otras critican a Juliana Awada, la consorte presidencial, porque les gustaría “otro modelo de primera dama”. No observaron el trotskismo de los dedos del pie de Juliana, emergiendo en cada situación fuera de protocolo como un estandarte de libertad y autodeterminación. Como si Awada no fuera artífice de sí misma, creándose con tanto esmero como lo haría una trans. (La huerta es un trabajo, pero ella lo presenta como una extensión de su savoir faire.) La militante no es más feminista que la que cultiva el arte íntimo de ser humana en el mundo y hacer de sus elecciones una política. Todas son feministas.
Victoria arremete: que la bombacha sea como la pelota, se ensucia pero no se mancha. ¿Puede la categoría de feminismo ampliarse para una Leviatán mujer?