COLUMNISTAS

Defensa de las erratas

Hace mucho, mucho tiempo, es decir el domingo pasado, escribí sobre La biblioteca ideal, el libro de Matías Serra Bradford recientemente publicado por editorial La Bestia Equilátera.

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Hace mucho, mucho tiempo, es decir el domingo pasado, escribí sobre La biblioteca ideal, el libro de Matías Serra Bradford recientemente publicado por editorial La Bestia Equilátera. No viene al caso repetir ahora nada de lo allí dicho, sino detenerme, como en un recodo, en una situación específica de lectura, ya que finalmente el libro no habla más que de eso, de lecturas y lectores. En el comienzo del capítulo llamado “Bruno”, donde se describe la caracterología del personaje, en la página 75, casi hacia el final, Serra Bradford escribe: “Le gusta usar pulóveres gruesos, lo más que se pueda en el año. De lana, con alguna figura discreta. Trabaja redactando subtítulos para films extranjeros. Se saltea la mayoría de las cenas”. Y en ese momento, mientras leía el final de ese párrafo, tuve la impresión de que se trataba de una errata. Donde dice, “Se saltea la mayoría de las cenas”, ¿no debería decir “Se saltea la mayoría de las escenas”? Al fin y al cabo, la oración anterior da cuenta de que trabaja redactando subtítulos de películas (de “films”). Cualquiera que lea el subtitulado de una película comprendiendo a la vez el idioma original hablado, sabe que el subtitulado es un resumen que deja en el camino, por una cuestión de tiempos de lectura, buena parte de la sutileza de la oralidad, e incluso muchas veces parlamentos enteros. Bien podría entonces Bruno también saltearse “la mayoría de las escenas”. Pero no. Volviendo a leer el párrafo, comprendí que estaba bien. Que el narrador menciona el hecho de que “se saltea la mayoría de las cenas”, como un modo de dar cuenta de un rasgo de personalidad del personaje, alguien levemente balbuceante, que presenta conflictos como éste: “Inconveniente de Bruno: no se puede tener semejante biblioteca si no se es propietario. Lector de diez mil títulos: ‘Son todos hijos míos’, confesó Bruno, casi inaudible, un tono justo, más alto el volumen y perdía sentido”. Y más tarde, esta otra observación: “Prefiere comprar libros de a dos, al menos de a dos, para después de haber pagado redistribuir mentalmente sus valores de acuerdo con una justicia privada”. Efectivamente, un personaje como Bruno, que vive en la locura de la biblioteca ideal, debe saltearse la mayoría de las cenas. Pues, no. No hay ninguna errata.

Qué pena, porque me gustan las erratas. Hace algunas semanas, un prestigioso periodista –compañero de trabajo de este diario– dedicó parte de su seguramente muy ocupado tiempo y de su breve espacio dominical para señalarme, con razón y algo de ironía, que yo había escrito mal el apellido de Ossip Mandelstam (si por cada uno que también escribió mal mi apellido hubiera yo cobrado un peso, ¡sería millonario!). Porque lo que me gusta de las erratas es que es una cadena de equívocos que sólo se detiene en el lector atento, una avalancha que trae –para la escritura– el recuerdo del lenguaje oral, donde la gramática no imponía todavía su ley y la sintaxis estaba ligada a la respiración del hablante. En el origen de la errata está la falta (de tipeo, de ortografía, de atención) del autor. Allí está el error original. Pero luego el texto pasa por el editor, los correctores, vuelve nuevamente al autor. Y la errata persiste como un desafío a la neurosis del obsesivo, como una afrenta a las buenas costumbres.

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¿Cuántas erratas tolera un libro? Borges decía que dos. Un libro sin erratas no es libro, señalaba, dos es la cantidad justa. Tres es un desastre. Con las erratas, todo ocurre como si Borges siguiera la frase de Perón: todo en su medida y armoniosamente. Si son demasiadas, el libro se arruina; si son demasiado pocas, el libro no tiene interés. Borges y Perón tenían razón. Me gustan las erratas cuando son pocas, y me angustio cuando no hay ninguna.