En Rusia, 2010 acabó con un aumento sin precedentes del ultranacionalismo violento. En las transmisiones televisivas han predominado las imágenes de disturbios y matones de mentalidad fascista.
La violencia comenzó a raíz de un conflicto trivial entre dos grupitos de jóvenes que se disputaban un taxi. Los integrantes de uno de ellos procedían del Cáucaso septentrional; los otros eran hinchas de un club (de fútbol) de Moscú. Uno de los dirigentes de los hinchas de Moscú, Yegor Sviridov, fue asesinado.
Al día siguiente, corrieron rumores por la ciudad de que la policía había liberado a todos los acusados del asesinato de Sviridov (y resultaron ciertos). Estallaron protestas espontáneas delante de la Jefatura de Policía, pero ésta no intervino.
El 11 de diciembre, hubo otra concentración en el lugar del crimen, que después se trasladó al centro de Moscú, la plaza Manezhnaya, justo delante de las murallas del Kremlin. La multitud comenzó a entonar consignas nacionalistas y después se puso a golpear a los transeúntes que no parecían eslavos.
La policía tardó en llegar. Las palizas continuaron y se extendieron al metro, donde la policía se vio prácticamente impotente. La noche acabó con muchos heridos y otro muerto. Al día siguiente, también en la plaza Manezhnaya, junto a la Tumba del Soldado Desconocido, apareció una enorme esvástica.
Esos sucesos no carecen de precedentes. En 2002, las autoridades de Moscú montaron pantallas enormes de televisión en la plaza Manezhnaya para transmitir un partido del Campeonato Mundial entre Rusia y Japón. Al comienzo del partido, había en la plaza decenas de miles de jóvenes hinchas, muchos de ellos bebidos y agitados. Cuando sonó el pitido final con una victoria de 1-0 a favor de Japón, la multitud, enfurecida se lanzó a perpetrar pogromos y palizas espontáneos.
Aquellos sucesos fueron precedidos de una campaña de propaganda en la que participaron periódicos y emisoras de televisión y de radio controlados por el gobierno. Se decidió aprovechar el próximo campeonato de fútbol para fines “patrióticos”.
Los políticos rusos, encabezados por el entonces presidente Vladimir Putin, tomaron la iniciativa de avivar la histeria inducida por el fútbol. El gobierno había erigido las pantallas de televisión a las puertas del Kremlin para favorecer la euforia patriótica de la victoria, que daba por sentada. Nadie estaba preparado para la derrota.
La imprudente manipulación por parte de las autoridades de los sentimientos patrióticos ha demostrado ser claramente un asunto peligroso en Rusia, pero parece que el Kremlin sigue adicto a ese modo de respaldar su legitimidad entre los rusos comunes y corrientes.
De hecho, las enormes protestas populares que se produjeron durante la “revolución anaranjada” de hace cinco años en Ucrania convencieron al Kremlin de que no podía permitir estallidos espontáneos de emociones públicas. Evidentemente, los funcionarios llegaron a la conclusión de que es mejor cortejar y controlar la pasión pública que permitirle estallar por su cuenta.
En aquella época, el Kremlin estaba aterrado ante la posibilidad de que estallara en Rusia una “revolución de color” de esa clase. En consecuencia, se invirtieron recursos enormes –tanto fondos como tiempo de funcionarios– en movimientos juveniles creados como marionetas del Kremlin con dos fines: controlar la actividad política en la calle y preparar brigadas para una lucha futura –de la que podían formar parte apaños electorales– contra oponentes políticos. Para ello, se utilizaron también contingentes de hinchas futbolísticos.
Esa clase de manipulación es habitual en el Kremlin. De hecho, dio la coincidencia que, el domingo en que el joven hincha de fútbol fue asesinado en Moscú, Vladislav Surkov, el primer vicepresidente del gobierno del presidente Dmitri Medvedev, estaba celebrando una reunión con Michael McFaul, del Consejo de Seguridad Nacional del presidente Barack Obama. La reunión formaba parte de una concentración, dirigida por Surkov, de activistas de movimientos juveniles rusos.
Resulta particularmente reveladora una afirmación hecha por Surkov aquel día: “Preparaos para las elecciones, entrenad vuestras cabezas y músculos. Podéis contar siempre con nuestro apoyo”. Aquel mismo día se usaron aquellos músculos junto a la muralla del Kremlin. Para entender lo que está en juego, basta con pensar en el nombre del principal movimiento juvenil creado por el Kremlin: Nashi o “Los Nuestros”. Resulta difícil inventar un apodo más potencialmente explosivo, pues ese nombre proclama orgullosamente una división entre “nosotros” y “ellos”: el más antiguo y destructivo de los instintos humanos. Y resulta difícil racionalizar que una iniciativa tan atávica se deba a un gobierno y se sufrague con dinero de los contribuyentes.
A consecuencia de ello, actualmente brigadas juveniles especiales fomentadas por el Kremlin dan palizas a activistas que no son “de los nuestros”. Si la policía detiene a miembros de Nashi, recibe una llamada de teléfono de la oficina del presidente para que los libere. Esa es la razón por la que la policía no actuó enérgicamente contra unos jóvenes matones que estaban causando disturbios. Sólo cuando el Kremlin fue presa del pánico ante las proporciones alcanzadas por los disturbios de Nashi pidió a la policía que tomara el control de los acontecimientos.
Aún no está claro si se ha reprimido la rebelión de los jóvenes nacionalistas y si los moscovitas podrán utilizar el metro sin miedo durante las fiestas de la Navidad ortodoxa y de Año Nuevo, pero es absolutamente seguro que las actividades inconstitucionales del Kremlin –su división de los ciudadanos en “nuestros” y ajenos y su coqueteo con xenófobos radicales– han provocado una grave desestabilización social y política. En una sociedad con una inmunidad debilitada ante el extremismo –y con un gobierno totalmente incompetente–, las autoridades están jugan6do –tal vez literalmente– con fuego.
*Director de Indem, grupo de estudios de Moscú. Copyright: Project Syndicate, 2011.