En la Argentina, los “tiempos de la memoria” estuvieron claramente delimitados. Bajo la dictadura militar del período 1976-1982, su memoria salvadora fue hegemónica y sólo se vio desafiada por la lucha solitaria y valerosa por la verdad de lo que les había pasado a los hijos desaparecidos de las Madres de la Plaza de Mayo –“las locas” para la mayoría de los argentinos de la época– con su acusación implícita de terrorismo de Estado.
Luego del colapso de la dictadura militar tras su derrota en las Malvinas, Argentina experimentó una transición política abrupta que representó una ruptura con la dictadura y su terrorismo de Estado. En este contexto, como un reflejo de las demandas por verdad y justicia de las organizaciones de derechos humanos recién legitimadas, el gobierno electo de Alfonsín dio pasos audaces que incluían juicios públicos de los jefes de la dictadura militar que fueron emitidos por la televisión nacional, y una comisión de investigación oficial (la Conadep) que estableció las verdaderas memorias de lo que ocurrió a miles de argentinos que estuvieron ilegalmente detenidos y fueron torturados, asesinados y desaparecidos por el régimen militar, verdades que fueron incorporadas en el informe Nunca más de la comisión, que se convirtió en la nueva “historia” oficial de la dictadura y sus abusos de los derechos humanos para una generación. Dicho informe explicó estos abusos como consecuencia de la violencia política tanto de la izquierda como de la derecha, la denominada “teoría de los dos demonios”, y vio a la restaurada democracia argentina como fundacional, una ruptura ética de “nunca más” con las prácticas del pasado reciente. A mediados de la década de 1980, Argentina lideraba el camino a la verdad, la justicia y la memoria que otras naciones de la región tratarían de emular.
El tiempo de la memoria posdictadura inicial se acabó a fines de la década de 1980, debido a la reacción de los militares –motines y conspiraciones que fueron vistas como una amenaza a la transición democrática argentina–. En respuesta, los dirigentes civiles de los dos partidos mayoritarios, los radicales y los peronistas, retrocedieron y tomaron acciones que neutralizaron esos audaces pasos iniciales. Alfonsín y su partido, la Unión Cívica Radical, capitularon frente a los militares y promulgaron las leyes de impunidad (Obediencia Debida y Punto Final), una impunidad que el peronista Menem selló al perdonar a los convictos de los primeros juicios. Estos hechos condujeron al período de silencio del Estado y al olvido durante la primera mitad de la década de 1990, en el que las luchas por la verdad, la justicia y la memoria fueron mantenidas vivas por las organizaciones de derechos humanos y sus aliados de la memoria en la sociedad civil, lo que hizo que la memoria histórica adquiriera una importancia creciente en un contexto en el que la justicia era inalcanzable.
Esta lucha comenzó a arrojar resultados en la segunda mitad de la década de 1990, con la ayuda de irrupciones de la memoria como las chocantes confesiones, hechas en 1995, por el capitán naval Adolfo Scilingo, respecto de los “vuelos de la muerte”.
La conmemoración del vigésimo aniversario del golpe en 1996 inspiró la publicación de memorias, historias y las primeras reflexiones académicas sobre el traumático pasado reciente y la memoria histórica de él, además de la adopción de los derechos humanos y del “nunca más”, así como un repudio general de la violencia estatal hecha por los medios. La cuestión de la impunidad y los derechos humanos jugaron un papel en la victoria del radical Fernando de la Rúa y de la Alianza del partido radical y el Frente País Solidario (Frepaso), sobre Eduardo Duhalde y los peronistas en el año 2000. Este hecho marcó el inicio del fin del período del silencio estatal.
La profunda crisis del período 2001-2002 que le siguió fue importante, por lo que destruyó, la credibilidad de la clase política; y por lo que rechazó, la política y las políticas de la década de 1990. Retrospectivamente, quizás el impacto más importante de la crisis en la lucha por la verdad, la justicia y la memoria fue la volatilidad política que conduciría a la elección de Néstor Kirchner, un peronista poco conocido de la Patagonia, como presidente de la Argentina en el año 2003.
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La instalación del tema de los derechos humanos en la agenda pública argentina se debió inicialmente a los organismos de afectados directos. Este hecho tuvo consecuencias en los tópicos instalados: la figura de las víctimas era un relato “despolitizado” de lo que había sucedido frente a la necesidad de enfatizar los crímenes del terrorismo del Estado y acusarlo de “genocidio”, con su implicancia de víctimas inocentes, así como no dar espacio para sus justificaciones –en figuras como la “memoria salvadora” o la “teoría de los dos demonios”–.
El protagonismo de las víctimas y sus familias también tuvo una marca muy fuerte en cuanto a la legitimidad para hablar sobre lo que había sucedido y, en cierto sentido, determinar la “propiedad” sobre el pasado. En otras palabras, el mantener la memoria viva funcionó durante mucho tiempo como sinónimo de “mantener viva la memoria de los afectados directos”. Este hecho, sumado a la ausencia de otras voces, reforzó ese recorte histórico sobre los años de la dictadura como algo aberrante en la historia de la Argentina, una época distinta de todas las otras.
Sus demandas específicas tiñeron las memorias públicas sobre la etapa –notoriamente la “despolitización de las víctimas”– al menos hasta mediados de la década de 1990. Este hecho tiene que ver, además, con que ciertas discusiones –como las referidas a la historia de las organizaciones revolucionarias, la instrumentalidad de la violencia y los objetivos económicos de la dictadura– estaban temporalmente cerradas. A mediados de la década de 1990, algunos vehículos culturales como documentales y libros impulsaron una revisión más “histórica” del pasado, reintroduciendo, por ejemplo, la figura del militante político.
No es casual que varios de los impulsores de dichos vehículos tuvieran la misma edad que los desaparecidos. De algún modo, en lugar de que “los padres hablaran en nombre de los ausentes”, fueron los compañeros de los ausentes los que comenzaron a hablar. Esto coincidió con los veinte años del golpe militar, que implicó también un recambio generacional en los organismos de derechos humanos, al aparecer, por ejemplo, la agrupación Hijos.
Esta circulación de memorias de la dictadura se sostuvo, en gran medida, teniendo al Estado (ocupado por gobiernos de distinto signo político) como adversario. Luego de la Conadep y el Juicio a las Juntas de la década de 1980, hubo un retroceso en las políticas de la justicia con las leyes de impunidad y los indultos que conformaron políticas de cierre y medidas de clausura. En otras palabras, el Estado terrorista fue sucedido por un Estado democrático que buscó saldar algunas cuentas con el pasado y tomó medidas iniciales importantes para avanzar en la verdad, la justicia y la memoria, pero después privilegió la gobernabilidad y la institucionalidad. De este modo, los reclamos de justicia encontraron frenos por parte del Estado, y eso marcó a los organismos de derechos humanos con una dinámica de confrontación en relación con los poderes públicos, más allá del respeto por las instituciones (un respeto que bajó con la crisis del período 2001-2002).
En el año 2003, el kirchnerismo instaló un escenario radicalmente diferente, al tomar como ejes de su gestión la cuestión de los derechos humanos y la búsqueda de la verdad, la justicia y la memoria. En este proceso, el Estado se transformó en actor y sostén de uno de los relatos sobre lo que había sucedido –el del terrorismo de Estado–, reactivando las discusiones sobre la violencia política de décadas anteriores (…) Este reposicionamiento del Estado, lo que habla a la vez de la importancia de la política y el peso de la figura presidencial en la Argentina, produjo un recalentamiento de las discusiones sobre la década de 1970 y sus militantes políticos, una generación reivindicada ahora por el propio presidente, pero atacada por otros sectores que consideraron que éste estaba “tomando partido” y que replantearon la “teoría de los dos demonios” como respuesta (…)
Los progresos hechos en la memoria histórica ayudaron también a impulsar avances en la construcción de una nueva cultura política democrática y pro derechos humanos –hacia una cultura de “nunca más”, el objetivo último y uno que parece dominante en la Argentina–. Se han instalado ya ciertos acuerdos críticos al accionar represivo militar como sentido común. El ejercicio de la memoria histórica ha sido decisivo para el desarrollo de algo parecido a una cultura pro derechos humanos.