Me lo merezco: mis obras de teatro no predicen el mundo, como pretenden algunos amigos, sino que copian de él sus más bajos instintos de novedad. El mundo sólo está hecho de novedades, o al menos así es presentado. Lo que permanece no constituye noticia; ergo, no es legible.
No lo digo por la gripe aviar en Chile (apuntada en mi obra Furia avícola), que probablemente tenga el mismo efecto apocalíptico de aquel de Europa hace unos años, es decir, ninguno. Lo apunto porque el cuento de la muñeca que putea (un nudo crucial en mi Spam) se repite ahora en EE.UU. Y cómo no, si es un mito urbano que debe retroinjertarse en la linfa de un mundo que mira milagros en cualquier cosa. La búsqueda de una magia cotidiana, que antes ocupaba a la religión y luego –en un mundo ideal– a la literatura, está en manos del periodismo. O de eso que adorna las pantallas de los celulares.
Ahora son los Hatchimals, unos muñecos parecidos a los Furbys. Hay que hacerlos empollar hasta que se rompen. No se puede elegir color ni personalidad. Es al azar. Los Hatchimals son tamagotchis de tercera generación, hablan dos huevadas y se mueren en cualquier momento, más o menos como sus usuarios humanos. Pero algunos de ellos empezaron a decir “fuck me” a los purretes, si bien la grabación que tiñe las redes dice claramente “hug me” (abrázame). La culpa es del idioma inglés, que hizo de dos lenguas más o menos antiguas y atendibles (el latín y el alemán) una congoja de sílabas sin vocales puras, un regocijo de regionalismos, una lengua universal de una oralidad inútil e imprecisa.
Los padres damnificados intentaron llamar al fabricante en Toronto, pero los atendió un conmutador. Mh, eso es Canadá; el mitito servirá también para cerrar filas sobre la protección de una industria nacional yanqui alicaída. Si es que alguien recuerda este episodio mañana o pasado mañana.
También se alerta a los turistas argentinos de que no viajen a Chile a comprar cosas más baratas. Te podés morir de gripe aviar.