La coyuntura económica argentina sigue siendo incierta y confusa. De una laxitud monetaria que negaba límites a la emisión del Banco Central, se pasó a una aspiradora de pesos. De una política cambiaria “gradual” desconocedora de problemas de precios relativos y del mercado paralelo, se pasó a una devaluación abrupta. El cepo cambiario supuestamente inexistente se abrió con cuentagotas, mientras siguen controlados los pagos de importaciones esenciales. De un índice de inflación oficial infundado, se pasó a otro también infundado pero parecido al de consultoras privadas antes perseguidas por sus estimaciones. Con esta sumatoria de inconsistentes políticas propias de un ajuste ortodoxo, está terminando un ciclo que presumía de heterodoxo y decía favorecer a la producción local y a la redistribución progresiva de riquezas.
Lo preocupante es que un ciclo no es una repetición periódica de procesos que luego de un tiempo lleva al sistema a un estado anterior. Pese al contexto internacional favorable y al desahogado calendario de pagos de la deuda pública, el desajuste fiscal, la inflación y la restricción externa agotaron la fase positiva de una política sólo atenta a resultados efectistas de corto plazo. La conocida trampa del stop-go se repitió otra vez. Inflar monetariamente la demanda de consumo sin modificar la organización del sistema productivo, sin una estrategia de inversión sistémica y de inserción internacional diversificada, en Argentina termina en desbalances económicos insostenibles. Es lógico en una sociedad muy desigual, con patrones de consumo segmentados e imitativos y con una infraestructura de servicios públicos clasista y financiada por impuestos regresivos y pro cíclicos.
Transferencias monetarias focalizadas, selectivas y condicionadas no cambian la organización de una economía cada vez más concentrada, dependiente de las divisas que provee la producción primaria y cuya heterogeneidad productiva limita la demanda privada de empleo. Los desbalances económicos y distributivos no se resuelven financiándolos gracias a una coyuntura favorable. No lo logró la convertibilidad con la entrada de capitales externos ni la post convertibilidad financiando los desbalances “con lo nuestro” (Anses, reservas del Banco Central, impuesto inflacionario, etc.). Los desbalances que hacen repetir ciclos se resuelven cambiando de forma progresiva y sostenida las estructuras que los generan, no las personas que los administran.
Esto lo saben los agentes económicos que repiten conductas conocidas según su poder. Quienes tienen pesos compran dólares, exigen tasas de interés altísimas y fugan capitales. Quienes producen o comercian aumentan precios y prefieren acumular stocks excedentes antes que ver trabada su reposición. Quienes pueden pelear salarios exigen aumentos que los cubran de la actual y la esperada inflación. Quienes no pueden hacer nada de esto salen a la calle a luchar por sus planes sociales y a gritar su desamparo.
La violencia monetaria y cambiaria que tranquiliza el corto plazo financiero también es una forma cíclica de ajuste ante el fracaso de otras políticas. La moneda es un medio universal que alcanza a todos pero, por lo mismo, el ajuste monetario es desigual y traslada el costo a la economía real. Producción, empleo, remuneraciones laborales, beneficios y servicios sociales tienen que acomodarse al ajuste monetario.
Ya preocupaba escuchar que se quería ir por más de lo mismo. Más preocupante es saber que eso implicaba más recesión, más deuda, más inflación, más concentración económica, más desigualdad. Todo para que sigan sin atenderse los conocidos problemas estructurales de la economía argentina. El ciclo conocido vuelve a rescatar a los responsables de ajustes regresivos y crisis anteriores, quienes agradecen infinitamente a la política oficial que los retorne a escena, y esperan su nuevo turno.
*Director académico del Centro Interdisciplinario para el Estudio de Políticas Públicas y autor del libro Distribución y crecimiento. Una controversia persistente.