ué es un intelectual? ¿El que piensa, el que escribe y publica, el que investiga dentro de las universidades pero pocos conocen? ¿Cuál es el rol social de aquellos a los que llamamos intelectuales?
Las dictaduras militares, educadas en la lógica del mandar u obedecer, los persiguieron porque –decían– “la duda es la jactancia de los intelectuales”. Los grandes movimientos populares, en nombre de la causa de la Patria o la esperanza de un mundo igualitario, tampoco aceptaron a los que por “dudar” del poder no se alineaban disciplinados. Una concepción autoritaria que entre nosotros hizo de la lealtad un valor confuso: antes que la fidelidad a uno mismo, decir lo que se piensa, se antepone la lealtad al grupo, la capilla, la secta, sea el partido o la cátedra. Una distorsión que confunde verdad con delación y canceló la crítica, al equipararla a una traición.
El siglo XX está lleno de ejemplos de intelectuales seducidos por el nacionalsocialismo o el comunismo y en cuyo fin justificaron las atrocidades cometidas en los campos o en los gulags. Pero muchos más fueron asesinados por resistir, expulsados al exilio por “dudar” del poder, alejados de sus universidades, condenados al ostracismo, cuyos nombres se convirtieron en sinónimos de esa resistencia.
Tomo prestada la definición del alemán Ralph Dahrendorf, quien pasó años tratando de entender por qué tantos intelectuales cayeron en la tentación totalitaria de ceder su libertad: “Son las personas que operan con la palabra. Hablan, discuten, debaten, escriben”. Quedan excluidos los científicos o profesores universitarios que también escriben pero no tienen proyección pública. Hablamos del intelectual que quiere que los otros lo escuchen, lo vean. Como comentarista, ensayista, periodista, aunque los académicos nos nieguen la condición de intelectuales. Es el que con sus ideas y herramientas –la escritura, la palabra– busca influir sobre las otras personas.
Y ahi está la televisión, esa “caja boba” a la que se demoniza tanto desde la universidad, pero a la que hoy todos quieren llegar. Yo misma, por haberme anticipado a pasar del periodismo gráfico a la televisión, padecí la desconfianza entre el periodismo y los claustros. Los académicos desprecian a los periodistas, a los que ven chapuceros e ignorantes, o esclavos de las empresas en las que trabajan. Los periodistas no respetan a los universitarios que hablan difícil, no comunican.
Como en Argentina la libertad depende de quién la ejercita, no de quien debe garantizarla, ya deberíamos saber que la libertad del decir es un absoluto, sin fronteras. Todos tenemos ese derecho universal, se trabaje con un torno o con la palabra. La limitación es la responsabilidad. Y para quienes hacemos de la palabra un instrumento de proyección social, la responsabilidad es con los otros, con la sociedad democrática que nos da sentido y fundamento; con la Constitución, que nos deja decir sin que nadie nos moleste por nuestras opiniones y, sobre todo, con la ciudadanía, a la que no debemos tutelar como niños para decirle cómo pensar, qué leer, a quién rezar o a quién votar. Por eso perturba que a casi treinta años de la democratización, el medio público sirva menos a la sociedad que lo sustenta que a los que necesitan de la cobertura del Estado para sentirse menos empleados.
No me perturba que muchos intelectuales tengan simpatías por este gobierno, lo que me preocupa es que no respeten el derecho que tenemos otros a dudar, a desconfiar, a criticar o no aceptar las razones del poder. Me perturba que en lugar de argumentos para defender sus ideas se basen en ataques y descalificaciones personales. Si ya nadie discute sobre el intelectual comprometido, ese observador privilegiado que interpelaba al poder a riesgo de su propia vida, lo menos que se les debe pedir a los intelectuales es que al ejercer su libertad respeten la libertad ajena. Para no perder la credibilidad, que es lo que sostiene la proyección pública. Sin estima social y sin credibilidad, mal se puede ostentar ese privilegio de hablar por los otros.
*Senadora y periodista.