Hace un par de semanas, el mundo se escandalizó brevemente –un drama sustituye a otro drama– con la imagen de unos fanáticos religiosos que destruían obras de arte antiguas y que figuraban dioses o monarcas. El supuesto básico de ese acto de fe aplicada es que la totalidad no admite representaciones porque cualquier imagen es limitativa y parcial, y por lo tanto falsa. Así concebido, todo politeísmo es una aberración, porque divide un poder en muchas facetas. Semejante perspectiva es responsabilidad del disparate monoteísta, que simplifica la diversidad de lo real en un núcleo todopoderoso. De allí, además del sistema presidencialista que nos arruina el alma, nace un credo estético radical, que supone que el arte se construye sobre la base de la destrucción de las experiencias del pasado. Todo arte es estrictamente contemporáneo y, bien mirado, aplica la misma dosis de violencia y terror que la de los fanáticos religiosos, porque para erguir la fe en sus representaciones e imprimirlas como una experiencia única en la mente del espectador o lector necesita abolir la conciencia de las representaciones previas, es decir, la historia misma de la cultura.
Con su gesto estético, de lamentable cuño vanguardista (¿qué es amontonar un orinal, una rueda de bicicleta y un tampón usado en una sala de exposiciones, comparado con destrozar venerables estatuas que llevan cientos o miles de años de paciente espera?), estos fanáticos suponen estar acordes a un designio escrito por la divinidad, que vería una mengua o una blasfemia en cualquier representación. Pero este supuesto es aún más irreverente que la representación destruida, porque imagina que nuestra especie, y dentro de ella un grupo, está en condiciones de saber interpretar lo que esa divinidad quiere. El mito del mensaje revelado es un ejercicio de vanidad que nos coloca a la misma escala de aquello que imaginamos como inalcanzable.