El gobierno argentino acaba de anunciar un plan de acción en materia de derechos humanos. Este, como en muchos otros campos de la gestión actual, marca un contraste entre la práctica y la teoría, entre las promesas y los hechos concretos, alejados de las primeras. Esta disociación se vuelve muy grave en un área tan sensible como los derechos humanos.
Estos derechos son inherentes e indivisibles. No se pueden dividir, como comúnmente se hace, en distintos niveles o generaciones. Todos tienen la misma prioridad. Esto quiere decir que los derechos económicos, sociales y culturales –mal llamados por la Justicia argentina derechos de “segunda generación”– son tan importantes como los derechos civiles y políticos –mal llamados de “primera generación”.
Sin un piso mínimo de bienestar económico no puede hablarse de autonomía moral y política. En la pobreza extrema –que aqueja, según un informe reciente de la UCA, a un tercio de los argentinos– no existen derechos civiles ni políticos. No se puede ejercer ninguna libertad concreta.
Atacar la pobreza debería ser una prioridad política en materia de derechos humanos, ya que es la pobreza la que genera la mayor parte de las violaciones a estos derechos en materia de género e infancia. Es la pobreza la que arroja a cientos de jóvenes a la criminalidad, ante la inacción del Estado. La pobreza, la precariedad y la informalidad están en la raíz de casi todos los fenómenos que criminaliza penalmente el Estado, incapaz, por otro lado, de penalizar el crimen de “cuello blanco”, cometido por actores poderosos. Las cárceles están llenas de jóvenes pobres. Esto habla de la ausencia de una política de derechos humanos consistente.
Pero existen otras amenazas a la promoción de los derechos humanos esenciales, muchas de ellas alimentadas por el propio Gobierno. En una democracia las personas no se deportan. Deportar personas es violatorio del derecho internacional humanitario, en Argentina y en cualquier país del mundo. El retroceso en materia de salud mental también recorta derechos esenciales.
La figura de traición a la patria, que se emplea para criminalizar decisiones de un gobierno constitucional, refrendadas por un parlamento, también afecta los derechos humanos, porque aquella figura demanda la creación de un enemigo interno y un Estado de guerra, dos supuestos que no operan en la Argentina contemporánea. A pesar de esto, la Justicia avanza, apelando a esta vaga figura, sobre opositores políticos, encarcelándolos preventivamente, lo cual medra contra nuestra Constitución, que toma a la prisión preventiva como una excepción y no como una regla.
Procesar opositores bajo la figura beligerante de traición a la patria (que demanda un Estado de guerra) y deportar personas (miembros de ONG), por “peligrosas” para la seguridad interior son dos caras de un mismo proceso: se presenta un estado de guerra (en el sur, por ejemplo) y por eso se refuerza la seguridad interna: la soberanía, el control de fronteras y el dominio sobre territorios (represión y asesinato de mapuches).
No se trata de fenómenos aislados. No son meros accidentes. Expresan una política que violenta y mancilla derechos. La misma que lleva a las autoridades –en estado de “guerra”– a replicar sin cuestionar (tanto en el caso Maldonado como en el asesinato de Nahuel) la versión que brindan, ante tales hechos, las fuerzas de seguridad, que debieran ser controladas –no apañadas– por el poder político de turno.
Las autoridades argentinas hablaron de un “enfrentamiento” entre mapuches y Prefectura en el sur, que demostró ser completamente falso. Nahuel murió de un disparo por la espalda. Este disparo fue realizado por fuerzas dependientes del Ministerio de Seguridad. Estos hechos expresan una realidad muy distinta y muy alejada de las palabras bonitas que contiene el plan nacional en derechos humanos, que habla de “respeto” a las comunidades originarias.
*UBA-Conicet. Becario de la OEA . Profesor.