Las elecciones del 25 de octubre tuvieron un resultado en apariencia contradictorio: pusieron en carrera a la Rosada a un frente hegemonizado por un partido de centroderecha en un escenario nacional en el que el sentido común de centroizquierda está lejos de haberse evaporado. Se puede decir que Mauricio Macri ya tenía el voto de derecha y que por eso salió en busca de los progresistas, pero su necesidad de sobreactuar hasta el extremo para quitarse de encima su estigma de neoliberal y privatista –y evitar la demagogia de la mano dura– parece mostrar que su voto no está asociado a una derechización del electorado. Así, Gabriela Michetti dice que nunca privatizaron ni privatizarán nada, que se equivocó en votar en contra del matrimonio igualitario, que seguirán los juicios a los represores, etc. Y Mauricio se fotografía con el referente qom Félix Díaz, a quien la Presidenta decidió no recibir nunca jamás, y esconde a sus economistas más connotadamente neoliberales para mostrar a los “desarrollistas” o “keynesianos”.
Al final, Jaime Duran Barba la pegó con transformar al cambio en un significante vacío, construido sobre un extendido cansancio con el oficialismo, y sobre la completa ausencia de imaginarios de futuro en el discurso sciolista. Continuidad-cambio (que incluye kirchnerismo-antikirchnerismo como una variable central), le permitió al frente PRO-UCR vencer las resistencias a Macri. Pero, en el caso de la provincia de Buenos Aires, el perfil de María Eugenia Vidal, le dio un poderoso sentido adicional a la contienda, planteada como una disputa entre la gente y la casta (los barones –y varones– del Conurbano). Madre joven, dinámica y de clase media, inteligente, mujer normal, discurso sensato, sensibilidad social, vestimenta informal, Vidal es un perfecto exponente de la imagen post-política (o de la política sin conflicto) que transmite el PRO. Una imagen de “cercanía” en muchos sentidos opuesta a la de Cristina Kirchner –rica, aislada en el poder, soberbia, etc.– (también es un anti Del Sel). Y a todo ello se suma una efectiva y efectista proyección de una (sobrevalorada) gestión local en la Ciudad de Buenos Aires.
En este contexto, el argumento de la izquierda kirchnerista o filokirchnerista de que la elección del 22 de noviembre sería comparable al ballottage francés de 2002 entre Jacques Chirac y el ultraderechista Jean-Marie Le Pen (en el que la izquierda francesa votó con la nariz tapada a Chirac) no resulta muy pertinente. Básicamente porque la mayoría de los líderes del PRO se parecen muy poco a Le Pen y podrían ser bastante comparables a la derecha democrática de Chirac. También el argumento de que el PRO es la derecha orgánica y el sciolismo mantiene un vínculo con los intereses populares es complicado: por lo pronto, es el mismo que se usó para apoyar a Menem en 1989 (un argumento contrario podría ser que cuando es el peronismo el que hace el ajuste suele ser más efectivo que el no peronismo para controlar la situación y derrotar a los que protestan). La eficacia del “cerco” está por verse.
Dicho eso, Cambiemos está hegemonizado por la centroderecha, y un posible triunfo tendrá consecuencias en diversas áreas del Estado y en la política regional. No cabe duda que el PRO es un partido con una evidente sensibilidad proempresarial, que combina vínculos con un catolicismo abierto a las nuevas espiritualidades y el voluntariado, con think tanks liberales y redes internacionales de centroderecha o de derecha además de activar imágenes de modernidad política (ver el libro Mundo PRO de G. Vommaro, S. Morresi y A. Bellotti).
El sciolismo, por su parte, implicaría una reconstrucción del peronismo como liga de caudillos provinciales, con un peso relativo del kirchnerismo y es básicamente una incógnita hacia el futuro. Precisamente en el hecho de que no pueda proponer nada más atractivo que una continuidad mejorada de lo que hay –una especie de estancamiento dinámico– reside la potencia del cambismo macrista. Y ahí parecen residir también los traspiés que se vienen sucediendo en el oficialismo desde hace unos pocos días que ya parecen meses o años.
*Jefe de redacción de Nueva Sociedad.