Al cabo de treinta años de alternancia democrática, la política argentina –es decir, sus dirigentes y una parte importante de la sociedad– está a punto de lograr que con los derechos humanos ocurra, para tomar un ejemplo, lo que con la educación pública: después de haber sido un paradigma internacional y motivo de legítimo orgullo, acabar en la decadencia, en objeto de manipulación política, de corrupción y esperpento.
El Juicio a las Juntas Militares ejecutado a lo largo de 1985 por el presidente Raúl Alfonsín, apoyado por todas las organizaciones de derechos humanos nacionales e internacionales y la mayoría de la misma sociedad que supo apoyar mayoritariamente a la dictadura, fue en efecto un ejemplo mundial. Uno de los más importantes, si no el más, desde el histórico juicio de Nuremberg a los jerarcas nazis. Sentó un antecedente concreto, clave en la jurisprudencia internacional, referido a la responsabilidad del Estado republicano ante una situación de violencia armada interna. Es decir, que las leyes de la guerra, con dos o más participantes identificables y reconocidos, no son aplicables a situaciones de subversión interna; no al menos de la del tipo e intensidad que se dio en Argentina. Quienes ejercen la responsabilidad de dirigir el Estado están obligados a respetar las leyes republicanas, aun enfrentando a organizaciones armadas. Esas leyes contemplan incluso el estado de excepción y sus consecuencias, pero en ningún caso el asesinato, la tortura y la desaparición de personas, o el latrocinio mafioso. Tampoco las leyes de la guerra aprueban esos métodos. La cárcel estadounidense de Guantánamo, por ejemplo, viola tanto las leyes del país como las internacionales de la guerra.
El extraordinario aporte del Juicio a las Juntas fue haber puesto en práctica lo que la ley republicana indica ante los cabecillas de una dictadura militar que reivindicaba “lo actuado” precisamente en nombre de “la civilización occidental y cristiana”, como tantas veces había ocurrido impunemente en la historia del país y mundial. De allí su repercusión internacional y el legítimo motivo de orgullo.
En términos de estrategia política, la decisión de Alfonsín seguía el ejemplo de Nuremberg: limitar el juzgamiento a los principales cabecillas y cerrar el asunto con un juicio y condenas ejemplares. Cinco días después de asumir como presidente, el 15 de diciembre de 1983, Alfonsín sancionó los decretos 157 y 158. El primero ordenaba enjuiciar a los dirigentes de las organizaciones guerrilleras ERP y Montoneros; el segundo, a las tres juntas militares que dirigieron el país desde el golpe militar del 24 de marzo de 1976 hasta la guerra de Malvinas.
Contradicciones y problemas. En esos dos decretos están el principio y la excusa de todos los debates y conflictos políticos que se sucedieron alrededor del tema “juicio a los culpables”, ya que si esto se entendía por “todos” los culpables, la historia sería infinita y confusa, como viene ocurriendo. El propio gobierno de Alfonsín suministró el elemento de confusión, ya que por el primer decreto ordenaba juzgar a quienes, aun habiendo cometido crímenes, nada habían tenido que ver con el Estado. Justamente se habían subvertido contra el Estado. Con el primer decreto, Alfonsín ordenaba juzgar todos los crímenes, poniéndolos además en el mismo nivel; con el segundo, intentaba circunscribirlos a la cúpula militar y a lo esencial: los crímenes de lesa humanidad.
Esta contradicción de base contribuyó a intensificar una discusión política de todos modos inevitable: de un lado, la “teoría de los dos demonios”; del otro, los “subversivos” de los 70 que apoyamos o participamos (debo pasar aquí a la primera persona) en las organizaciones armadas, cuyo argumento político sigue siendo que no atacábamos a un gobierno democrático sino a dictaduras. Los métodos y lo que cada uno proponía “para después” pueden y deben discutirse, y juzgarse política e históricamente. Pero las organizaciones armadas que Alfonsín ordenaba juzgar habían nacido justamente en los 70, al cabo de décadas de dictaduras apoyadas alternativamente por los grandes partidos políticos y una parte de la sociedad, en medio de otra dictadura y en un marco de puebladas que sacudían a todo el país. Por no hablar de la Guerra Fría y las conmociones mundiales que, si no otorgaban, al menos insuflaban razones a las organizaciones armadas. Al ponerlas en el mismo plano que a los militares, Alfonsín concedía la excusa para alegar que aquello había sido una guerra.
Por su parte, el libro Nunca más, resumen del notable trabajo realizado por la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (Conadep) creada por Alfonsín, dice en la primera línea del prólogo que “durante la década del 70 la Argentina fue convulsionada por un terror que provenía tanto de la extrema derecha como de la extrema izquierda”. Para una explicación de sobremesa se trata de una estricta verdad, pero en un documento de esa trascendencia resulta, además de una simplificación histórica, una contradicción respecto del propósito de la Conadep –investigar los crímenes de la dictadura–, de consecuencias políticas seguramente no previstas por ese ejemplar grupo de trabajo.
De algún modo, tanto el gobierno como la Conadep descartaban por anticipado lo que el derecho internacional reconoce: que cometidas desde el ejercicio del poder del Estado, esas violencias devienen imprescriptibles crímenes de lesa humanidad, lo que no es el caso para la otra parte. Dejaban sentado un criterio que de algún modo daba excusas, incluso jurídicas, a los militares. Hubo una guerra. Y en la guerra, ya se sabe, esas cosas pasan. Después de todo, Nuremberg, ejemplar como fue, dejó pasar muchas cosas y excusó a muchos responsables.
Y aquí estamos. Lo que fue ocurriendo después, hasta hoy, es propio de la gravedad y la complejidad del problema. Pero también de la especificidad nacional. Con sus más y sus menos, sus propias contradicciones y consecuencias, España, Uruguay, Brasil y Chile amnistiaron; en El Salvador hubo un proceso de paz, con apoyo internacional, ante una verdadera guerra interna. Ahora mismo tiene lugar uno en Colombia. Y así en otros sitios.
El Juicio a las Juntas en Argentina fue ejemplar, hay que reiterarlo. Pero lo que viene ocurriendo desde entonces es que el tema del derecho de los ciudadanos desaparecidos, asesinados, torturados o encarcelados por la dictadura, un caso político-jurídico puntual, aunque excepcional, pasó a asimilarse al debate y a la conquista de los derechos humanos en su sentido más amplio, esta vez en el marco de una democracia recuperada, una fuerte agitación social y movilidad política. Ante la evidencia de niveles de pobreza e indigencia inéditos, de la decadencia educativa, la debacle sanitaria y la ineficacia y la corrupción del Estado, por no hablar de las organizaciones sindicales y corporativas o de los manejos económicos-financieros de la banca y las grandes
empresas, el juzgamiento de los crímenes de la dictadura pasó de ser un asunto de justicia y reparación a una herramienta de uso político. El “juicio a los culpables” de ayer pasó a ser una excusa para tolerar o ignorar la violación de los derechos humanos de hoy.
La historia de los sucesos es conocida. Hubo apasionados, necesarios debates del caso. Hubo alzamientos “carapintada” en 1987 y un ataque al regimiento de La Tablada en 1989. Hubo crímenes contra periodistas y sindicalistas, enfrentamientos
armados y de los otros, extraños accidentes y suicidios durante el peronismo de los 90 y luego. Hubo crisis económicas y financieras recurrentes. La descripción de sobremesa del prólogo del Nunca más otra vez servida; o a punto de servirse. La extrema derecha y la extrema izquierda, resumidas ahora en “las corpos o el proyecto nacional y popular”.
Y flotando en el aire de esa simplificación, una dirigencia política y una sociedad que llevan dos siglos sin lograr hacer de sus momentos cruciales una síntesis positiva. El caso del juicio a los militares, en el marco más amplio de la consolidación y la profundización de la democracia, fue, sigue siendo, una de esas ocasiones. Se trata de cerrar una tragedia política y humana, cuyo remedio para el primer aspecto es una resolución política-jurídica; para el segundo, sólo el tiempo. En el plano afectivo, tanto da ser pariente o amigo de un muerto por los militares que por la
guerrilla; todos sufren la misma pérdida. Pero para la sociedad es decisivo que la resolución política resulte la mejor. No hay soluciones perfectas para una tragedia histórica. Pero la resolución de los problemas de derechos humanos actuales, concretos, en un marco institucional que se perfecciona y da seguridades, es más importante que seguir atendiendo un asunto que divide y que, cualquiera sea la decisión que se tome, dejará insatisfecho a un sector social. La mejor solución, por lo tanto, es acabar ahora. En el marco de la ley, pero acabar. Ninguna sociedad soporta treinta años de sal sobre las heridas de una tragedia.
En cambio, desde las “instrucciones a los fiscales” seguidas de la Ley de Obediencia Debida del gobierno de Alfonsín, pasando por los indultos masivos del peronista Carlos Menem hasta 2006, bajo el peronista Néstor Kirchner, cuando la Justicia comenzó a declarar inconstitucionales los indultos, todo es un confuso ir y venir. En 1983, durante la campaña electoral, el peronista Italo Luder se declaraba dispuesto a aceptar la autoamnistía decretada por los militares. El peronismo temía entonces lo que torna a despuntar ahora: la revisión de las violaciones a los derechos humanos desde el Estado antes de la dictadura, durante los gobiernos de Juan e Isabel Perón. En particular, la creación, el accionar y los crímenes de la Alianza Anticomunista Argentina, “las tres A”. Idas y vueltas; culpas no asumidas. Como en economía y en cualquier otra cosa, el peronismo hace de los derechos humanos lo que conviene en cada momento; es decir, un uso político sin principios.
Hoy, haber anulado los indultos y proseguido y ampliado los juicios no impide al gobierno peronista K presentar y aprobar una Ley Antiterrorista, mostrarse indiferente ante la desaparición de Julio López, nombrar comandante en jefe a un militar sospechado de haber cometido los mismos crímenes que la política de derechos humanos del Gobierno persigue, ni intentar trasladar la base de datos genéticos del hospital Durand a una repartición del Estado nacional, una maniobra peligrosa y en cualquier caso innecesaria, si no es con algún fin del que conviene no hablar. La Presidenta no encuentra objeción a aliarse y exhibirse con el titular de la Uocra, Gerardo Martínez, un más que sospechoso agente de la inteligencia militar durante la dictadura. Tampoco le parece contradictoria la decisión de reciclar al frente del Servicio Penitenciario Federal a Alejandro Marambio Avaría, “experto en torturas, autor intelectual y encubridor de crímenes de personas maniatadas y corrupto hasta la médula”, según lo describe la Agencia Rodolfo Walsh. El obispo Jorge Bergoglio, acusado sin pruebas por voceros del Gobierno de haber entregado sacerdotes a la dictadura, deviene objeto de peregrinaje y propaganda política oficial desde que es papa y se llama Francisco.
En este marco de uso político y banalización de los derechos humanos se inscriben las divisiones en el seno de las organizaciones que los defienden y el descrédito de algunas de ellas. Es el caso de Madres de Plaza de Mayo sector Hebe de Bonafini, ella misma devenida una suerte de energúmeno político con legítimos antecedentes de heroína ciudadana.
El caso del escándalo en la Fundación Sueños Compartidos es el mejor ejemplo de utilización política de los derechos humanos y, aun más, de la incompetencia, la corrupción y la irresponsabilidad del Gobierno en el asunto. Desde la sociedad, la metáfora perfecta de este estado de cosas son las declaraciones del diplomado en filosofía (“filósofo”, como se lo llama, es otra cosa) Ricardo Forster, quien en defensa del Gobierno declaró que “no se puede reducir la política al espantapájaros de la corrupción”. Para este vocero, la amplitud y la profundidad evidentes de la corrupción en el Estado y la sociedad no tienen vinculación alguna con el enorme déficit en derechos humanos, en su sentido más amplio, que existe y se acentúa.
En estas idas y venidas, en este debate sin fin sigue irresuelto el tema del juicio y la resolución del tema de las violaciones a los derechos humanos durante la dictadura. A la política principista pero confusa y concesiva del radicalismo le ha sucedido, como una prolongación natural, el desembozado oportunismo peronista,
con la sociedad bailoteando de uno a otro lado.
El juicio y el castigo a los culpables de crímenes de lesa la humanidad sigue esperando su cierre histórico,
mientras los derechos humanos aguardan que alguien se ocupe seriamente de ellos