El terror en nuestros días plantea un desafío a la humanidad de alguna manera inédito. Como el calentamiento global, o como a veces se piensa de algunas epidemias, el mundo entero está expuesto a una amenaza que parece incontrolable. Todo el pensamiento estratégico acumulado a través de la historia, todo lo que se ha aprendido del arte de la guerra, los siglos de experiencias sobre el desarrollo personal centradas en distintos conceptos de espiritualidad y de fe, los siglos de acumulación del trabajo paciente de pensadores, sabios, estudiosos e investigadores, la prédica de personas de alma noble y generosa, todo parece fracasar ante el desafío de los terroristas dispuestos a matar y morir. No es sólo la tecnología el problema: el accionar destructivo puede provenir, eventualmente, de un loco sin causa, de alguien que controla con sus manos no ya un arma mortífera de avanzada tecnología, sino simplemente un camión, o un sencillo rifle convencional.
El caso es que los sistemas preventivos de la seguridad, los enfoques desplegados en casi todas partes para anticipar y reducir esos riesgos, chocan contra un límite aparentemente insuperable cuando del otro lado existe una voluntad irrefrenada de matar y morir, sin límites. Bertrand Russell, una de las mentes preclaras del siglo XX, en algún momento de su vida fue un militante y activista por la causa de la no violencia y la resistencia pacífica. Russell narra en un pasaje conmovedor de sus memorias la experiencia de quienes, en medio de la guerra, oponiéndose a la acción destructiva de fuerzas militares, llegaban a descubrir que esa resistencia no violenta chocaba con un límite insuperable cuando el otro, el destructivo, dejaba de considerar que la vida humana era un valor absoluto, que podían no frenar un tren ante decenas de personas tiradas sobre los rieles. Ese límite, reflexionaba Russell, es insuperable; la causa del pacifismo se declaraba derrotada.
Pero en aquellos tiempos –aun si la no violencia se sentía fracasada– más guerra podía ser una respuesta concebible al horror de la guerra. Más muerte podía concebirse como una respuesta efectiva a los agentes de la muerte. Hoy parece que ya no.
Buscando una respuesta al qué hacer, uno se ve llevado a interrogar a los pacifistas y los humanistas de hoy. No tenemos una respuesta, dice un hombre de la tierra de Gandhi, un gurú de gran predicamento pacifista. No sabemos, dicen las personas sabias ante esa pregunta angustiada de gran parte de la humanidad. En un mundo en el que la distancia ha muerto, abandonar un lugar altamente expuesto para instalarse en otro lugar lejano deja de tener demasiado sentido. ¿Qué refugio pueden encontrar en Francia los habitantes de regiones del Medio Oriente, o en la Argentina quienes ya vieron lo que sucedió en la AMIA o en la Embajada de Israel ayer nomás, o en Estados Unidos, donde sucedió un 11 de septiembre y donde frecuentemente un loco o un fanático empieza a los tiros sobre multitudes de personas pacíficas?
Guías para la acción colectiva no hay, y encontrarlas es una necesidad perentoria. Un riesgo inmenso de este momento es que, a falta de otras respuestas, muchísima gente canalice su angustia a través de opciones políticas retrógradas, xenófobas, potencialmente no menos violentas. Imagino un coloquio de mentes hiperlúcidas, un lugar de encuentro e intercambio de los Russell y los Gandhi de este tiempo, pensando y proponiendo cursos de acción. En este mundo interactivo de hoy, cabe imaginar ese intercambio en un contexto fuertemente interactivo y generalizado, donde todas las personas que lo deseen puedan sumar sus contribuciones, ínfimas o fuertes, y puedan tender líneas capaces de frenar el desenfreno mortífero de quienes sólo piensan en matar y morir. A esa fe irracional en que matar a otros puede ser el camino para alcanzar el sosiego en la vida eterna hay que oponer una fe en que la vida humana es un valor supremo. Sobre ese valor la humanidad llegó hasta donde está hoy, y parece que eso es lo único que conocemos para ayudar a que esta humanidad siga existiendo.
*Sociólogo.