Hace poco más de un lustro, los suplementos culturales de los diarios se encontraban en una situación difícil: producto de la crisis, las editoriales habían suspendido, postergado o disminuido sus planes de edición, y casi no había libros para comentar. Como es sabido, los suplementos culturales siguen la actualidad con la misma devoción con que los galgos persiguen al falso conejo hasta la meta de la carrera (si algo me es ajeno es la idea de carrera, de meta, de llegada, todos modos de la desolación literaria). Sucedió entonces que a la editora de un suplemento, ante la ausencia de novedades editoriales, se le ocurrió que valía la pena comentar libros saldados. Los precios de esos libros eran bajos (tema clave todavía hoy, doblemente importante en esos días) y con esa excusa se podía seguir manteniendo algo parecido a una sección de reseñas.
Me contrató pues para que recorriera las librerías de saldos y escribiera una pequeña columna semanal de recomendación de libros (es decir que cobraba un pequeño sueldo por hacer algo que venía haciendo desde siempre, gratis). Escribí sobre Vidas imaginarias de Marcel Schwob, sobre Orden terrestre de Enrique Molina, sobre Mirada retrospectiva de Kandinsky, y sobre varias decenas más, a razón de tres recomendaciones por columna. Un día el mercado editorial retomó su impulso y yo me quedé sin trabajo (desde ese momento tengo en claro que yo vendría a ser algo así como el margen de error de la industria editorial).
Hace poco, el escritor Juan José Becerra me decía que para él las librerías de saldos funcionan como verdaderas publicidades estáticas (como los carteles de publicidad en las rutas o detrás de los arcos de fútbol). Los libros en las mesas de saldos duran mucho más que en las mesas de novedades, y por lo tanto, uno va viendo el mismo libro una y otra vez, semana a semana, mes a mes, hasta que terminamos recordando que tal es al autor de tal libro, tal de tal otro, y así sucesivamente; algo que no podría haber ocurrido exclusivamente gracias al servicio de novedades o a alguna reseña en un suplemento cultural. Becerra es un gran escritor irónico, como queda claro en Grasa, su extraordinario libro de crónicas de costumbres contemporáneas, recientemente publicado por la editorial Planeta, o en su novela Miles de años, editada por Emecé, ya al alcance de todos en las librerías de saldos por apenas diez pesos (la novela comienza con una frase perfecta: “Alguien tiró un perro vivo a los leones del zoológico”).
También por diez pesos se encuentra Vida de un loco, de Ryunosuke Akutagawa, publicado por Emecé. El libro no está traducido del japonés sino del inglés, pero pese a ese déficit (traducción de traducción) se logra apreciar la destreza de Akutagawa para mezclar la novela corta con la poesía, el texto confesional con una excentricidad discreta. Nacido en 1892 y muerto a causa de suicidio en 1927, el prólogo de Luis Chitarroni que introduce el libro versa sobre esas y otras cuestiones. Escrito al modo de sus viejas Siluetas, en un único movimiento logra conciliar la erudición con la precisión, la paradoja con una ubicua propensión por la malicia. Valga apenas este pequeño ejemplo: en un pasaje Chitarroni va dando cuenta de las influencias del autor (Baudelaire, Strindberg) y de repente agrega: “En Los engranajes se podrá ver una fruición feligresa por Anatole France, que es de la época. ¿Quién será nuestro Anatole France? ¿Roland Barthes? A la época no le interesa el estilo sino la moda”.
En Las sagradas escrituras (libro que estuvo saldado durante años) Héctor Libertella –como de costumbre el más agudo entre nosotros– escribe algo sobre Osvaldo Lamborghini, que bien vale para la literatura en general: “¿Acaso la tarea de reacomodarse permanentemente frente a la censura del mercado no terminará por definir de otro modo esa incierta llegada a un centro desde siempre ilusorio como ilusorios son la constitución y estatuto de toda literatura?”.