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Desembalo mi biblioteca

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En momentos como éstos recuerdo un pasaje del libro Esperando a Godard, de Michel Vianey. Todo ocurre en 1966, mientras Jean-Luc Godard filma Masculino Femenino. Poco antes accedió a que Michel Vianey presencie la filmación, entreviste a los actores y escriba al respecto, con la única condición de que no moleste con preguntas de ningún tipo al maestro de ceremonias. Es un libro interesante porque da cuenta de varias cosas: la inutilidad de la escritura de un guión cuando se trata de una realización independiente; el modo de producción de un film con un equipo restringido, en el que todos deben estar dispuestos a hacer de todo; la idea de que los actores son meros maniquíes dotados de vida, que deben hacer lo que Godard les indica, sin tener la menor idea de adónde conducen sus actos (Michel Vianey pregunta varias veces a distintos actores acerca del “personaje” que están interpretando, y nadie puede dar una respuesta satisfactoria porque no tienen idea ni de lo que están haciendo ni de lo que se espera de ellos). Pero hay un momento crucial (hay más de un momento crucial, en realidad, pero hablemos de éste) en el que Godard se desplaza en tren con su equipo y sus actores. Godard, sentado junto a la ventanilla, lee Crimen y castigo, de Dostoievski. Vianey observa que en determinado momento Godard concluye la lectura, cierra el libro y pregunta en voz alta a los presentes si alguien tiene ganas de leer Crimen y castigo de Dostoievski. Repite la pregunta varias veces, dirigiéndose a distintos interlocutores, y como sólo recibe respuestas negativas, abre la ventanilla y lanza el libro afuera.

Siempre envidié ese desapego hacia los libros que tiene Godard. Creo que ningún hombre puede considerarse verdaderamente libre si tiene hijos, deudas con la mafia o libros. J.R. Wilcock era otro desapegado: testigos presenciales aseguran que su biblioteca consistía solamente de diez libros, la mayoría de ellos escritos por Ludwig Wittgenstein. Yo ahora me encuentro desembalando mi biblioteca, y en el ejercicio intento poner en práctica cierto (digo “cierto”) desapego también, obligándome a un trabajo de introspección que me hace imaginar, o mejor adivinar, si la posesión de ciertos libros tiene para mí algún sentido ahora. Abro las ventanas de mi casa, las que dan a un patio, y cuando decido que es absurdo poseer determinado libro, imito el gesto de Godard, no sin antes preguntarles a las presencias invisibles si alguno está interesado en leer el libro que tengo en la mano. Como indefectiblemente la respuesta es nula, termino lanzándolo por la ventana. Debo reconocer que es una tarea altamente gratificante. Cada libro del que me deshago es un eslabón menos en la cadena que me mantiene atado al esclavismo. Cada libro del que me desembarazo me hace un poco más libre. Es una práctica periódica altamente recomendable.

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Contraponía todo esto a ese fabuloso ensayo de Walter Benjamin del que copié el título para esta columna. Benjamin se reencuentra con sus libros, abre las cajas, y el mero contacto visual con algunos títulos le sugiere una corta serie de reminiscencias exquisitas, que lo llevan al cuándo, al cómo, al por cuánto y al porqué de determinada adquisición libresca. Nada de eso me pasa a mí. Cada libro que conservo me califica como esclavo de mis propios libros, a los que tengo que cuidar del fuego, el aire, el sol, el agua, el tiempo y los insectos. Leer libros es maravilloso, pero poseerlos es estar condenado.