Es difícil hablar de la última década transcurrida, si nos corremos apenas un milímetro de la actitud de ningún modo reprobable de quien hace un balance. El debe y el haber: nada en contra de eso. Pero continuamente nos asalta un tema que no se presta a la pregunta por el balance sino a una inquisitoria respecto “a cuándo esto comenzó a ocurrir”. “Cuándo tal cosa o tal otra se inició”. En este caso, nos referimos a cuándo comenzó a ocurrir en la sociedad argentina (ese vasto paisaje histórico) la notoria dificultad para realizar un juicio de última instancia, constituir allí, en el último pliegue del razonamiento colectivo, una suerte de verdad que aluda a un problema compartido (o a los términos compartidos de un problema). Hoy es una sociedad sin la posibilidad de un enunciado parecido a lo que en cierta época se denominaba “determinación en última instancia”.
Lógicamente, llegar a esa última instancia supone atravesar múltiples estrías para la interpretación de los hechos, apelaciones de validez propia, ponderar ciertos matices, desechar otros, elaborar juicios de provisoriedad voluntaria o involuntaria, que pasen en tanto temas válidos, a otro estado de la cuestión si se los toma con pretensiones de síntesis o pactos de conocimientos que invoquen con prudencia y cauta ambición de legitimidad la cuestión superior de la objetividad. La objetividad no es el peso concreto por último verificado de un argumento, sino el laborioso derecho a tenerla. A ser partícipes de su elaboración.
El tránsito sobre las instancias del conocimiento en el que estamos pensando en nada se parece al modelo ideal de Justicia donde una cuestión querellada va atravesando distintas instancias que recogen lo actuado anteriormente y le dan un estatuto nuevo en cada valoración posterior, entendiéndose que la subsistencia de intereses confrontados también cuenta con una instancia más elevada, que sería “la Corte Suprema”, que considerando todas las argumentaciones, incluso las que aparecen bajo el nombre de “cautelares”, define el estado de una cuestión de un modo más o menos permanente. Todo esto enlaza con creencias sociales de fondo, pero también las perfecciona y las crea. Es todo lo que un mundo histórico movedizo les permite permanecer a las creencias que van surgiendo del razonamiento colectivo. Este razonamiento, lógicamente, se compone de todas las partes que actúan con su contraste y capacidad de réplica.
Se perdura porque se es sujeto de acuerdos pero también de acuerdos sin sujeto. La forma normativa final del acuerdo puede ser firme pero contingente. Pero hoy se ha ausentado la última instancia. Es una ingenuidad, en el vasto panorama de las prácticas culturales, políticas o científicas, suponer que hay un discernimiento sobre los demás discernimientos, un “supremo” discernimiento.
Como es evidente, no puede haber en ningún lado una voz del último tramo de la verdad que sea incuestionable, pero lo que ocurre hoy en lo que algunos denominan “sociedad del conocimiento” es que no hay ningún conocimiento que no sea portador de su autovalidación, acaso porque los medios de comunicación han anulado a las demás instancias de juicio, haciendo reposar toda creencia en un estilo genérico de juicio instantáneo e irrevocable, cual es la imagen producida por la industria de montaje y su poder escénico. Si en el mundo considerado “mediático” reina la instantaneidad del juicio, en el de la Justicia institucional se multiplican las parcialidades que se consideran con la fuerza del universal, impidiendo el libre flujo del argumento hacia otras instancias de juicio. Prolifera una espesura de cautelares que paralizan la facultad de juzgar. Lo que está en discusión no es tal o cual tema en forma directa, sino las condiciones mismas de discusión. Se ha confundido la discusión con la discusión sobre la discusión, pero todo actuado subrepticiamente y no como conocimientos sobre el conocimiento, libremente asumidos.
Un enorme dispositivo de cautelares, montajes de fragmentos sensibles e intereses particulares que esgrimen una súbita e imperativa universalidad impide la configuración de una razón pública que albergue su propio argumento y la simultánea posibilidad de ser discutido. El caso Nisman, las elecciones en Tucumán, las inundaciones, los años 70, la potestad de los jueces, el procedimiento de los grandes medios, todo ello es portador de juicios ya cerrados, de un engarce automático de prueba y contraprueba que confluye en proyectos de deslegitimación de la historicidad del “homo sacer” (ya que PERFIL ha publicado el primer capítulo de un conocido libro de Agamben).
Asistimos a eventos donde cada signo surge automáticamente como la lucha de signo contra signo, cada uno ya reconcentrado en sus previas imputaciones de fraude. No como representación de fuerzas históricas realmente existentes, hablantes, convocantes y vivaces. Este combate entre signos proliferantes que muchos desean vacíos, una post semiología autodestructiva, está en todos lados, sometiendo todo argumento a una corrosión folletinesca. El signo vacío pero poderoso es equivalente a la prueba que nada prueba y que sin embargo se enclava en el pensamiento colectivo con la fuerza del mito. Para señalar y a la vez aprovechar este estado de cosas se elaboran conceptos como “brecha”, que son parte de lo mismo que desean explicar. El cuestionamiento de todo fundamento como único fundamento de la acción corroe y enceguece. Quizá podamos concluir que triunfará quien, a sus propios signos cargados de historicidad efectiva, les agregue la capacidad de reconocimiento –dándoles otras instancias explicativas– a los argumentos que le son adversos a priori. La pausa de apenas un minuto en que nos detendríamos para reflexionar sobre supuestas pruebas que cancelan el flujo de hechos permitiría volverlas a la realidad, permitiría retornar a la creencia de que hay pruebas veraces y dejar entonces que fluya la contraprueba. Es decir, la posibilidad de que las creencias se refuercen y se muestren efectivamente como voces aliadas del interés nacional y la vida popular.
*Director de la Biblioteca Nacional.