Intento ir a Quito a la Feria del Libro. Me dieron un itinerario raro: Buenos Aires-Córdoba, Córdoba-Lima, Lima-Quito. A las siete de la mañana del lunes me subo en Aeroparque a un avión repleto de ñoquis porteño-cordobeses. Mucho saludito entre ellos, mucho chiste, chisme, y a quién pasan a planta permanente y a quién no. Hay que querer ser planta permanente, es una expresión como estado vegetativo, significa que no te pueden echar ni aunque cambie el gobierno, que si reestructuran te consiguen un puesto en otro lado, si sos planta permanente y se acaba la Argentina, quizá te consiguen un puestito en Uruguay; si se acaba el mundo, otras formas de inteligencia interestelar tienen la obligación de contratarte. Despegamos. A mi lado viene un padre con el hijo de unos ocho años que mira por la ventanilla. Al rato dice: “Pa, así llegamos más rápido que en auto porque en el avión el mundo es más chiquito”. Una lógica perfecta. El avión sería una máquina de empequeñecer el mundo. Si todo tiene un tamaño de maqueta, entonces es más fácil llegar de un punto a otro. Estoy medio jugado con los tiempos para conectar los vuelos y el avión no aterriza, da vueltas sobre las nubes hasta que el capitán nos informa que debido al mal tiempo nos vamos a desviar a Mendoza. Perdí todas las conexiones. En el aeropuerto de Mendoza hay sol. Decido quedarme. Pido que me bajen la valija. No me sirve de nada ir a Córdoba, tendría que esperar ahí una semana para el otro vuelo a Lima. Lan me pelotea a Aerolíneas y viceversa. Por supuesto mi valija no está. Tengo el karma del equipaje perdido. No me quieren mandar a Buenos Aires, pretenden que pague una tarifa imposible. Los organizadores de la Feria de Quito tienen que reprogramar todo el itinerario desde allá. Me voy a la terminal de micros y hago tiempo hasta las cinco. Catorce horas rodando de vuelta a Buenos Aires en esa máquina de agrandar el mundo. Las chicas de los asientos de atrás hacen patinaje artístico. Hablan de eso toda la noche. Cada vez que se levantan para ir al baño, las cabezas de los hombres se van asomando por el pasillo como en una coreografía de nado sincronizado.