Cualquier gesto, cualquier guiño ha adquirido un carácter monopólico que fagocita los posibles matices: todo es blanco y negro cuando hay dos boletas que me gustan poco y nada. No escuché el debate; estaba en la ruta y apenas pude deducir gran cosa de la catarata de análisis posteriores, que buscaban discernir quién lo había ganado y que, con ardides estrambóticos, semánticos, psicológicos inclinaban la balanza en favor de uno u otro. Yo creo que un debate no se tiene que ganar o perder; a lo sumo sería una ocasión para exponer las diferencias y que los votantes (muchos de nosotros obligados por ley a elegir entre dos opciones que nos parecen malas) decidamos un mínimo empujón de esa balanza, diciendo adiós a la mayoría de nuestras profundas convicciones, que –por cierto– nos llevaron a no votar a ninguno de ellos en un principio. La democracia quiere incluirnos aun a las minorías que no sentimos empatía alguna con las dos opciones que quedaron.
Pero los acontecimientos de París vienen a relativizar la neurosis y la dicotomía. Fue una semana de horror para el mundo, para el futuro. En la gran escala del orbe se verifica una tendencia parecida: quienes se solidarizaron con el pueblo francés han sufrido los embates de los que les señalan que tales atrocidades despiertan poca adhesión cuando ocurren en Líbano o en Egipto. Chantaje culposo. Supongo que la clave es la “empatía”, ese concepto tan esquivo: nos sentimos más empáticos con Francia (la de nuestras ilusiones, de nuestros viajes y postales, de nuestras lecturas y vanguardias) que con Siria o Libia, de las que nada sabemos porque su imagen ha sido distorsionada y manipulada según los grandes intereses político-económicos centrales. Toda empatía es lamentablemente una forma inevitable y necesaria de ignorancia: para sentir empatía con un país, un candidato o una ideología, no sólo hace falta identificarse con algo sino también ignorar todo o casi todo de su opuesto.