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Apuntes en viaje

Destemplación

El sol pegaba sobre las copas amarillas de los árboles, sobre el agua de los canales, sobre la escultura de Jacob Van Artevelde que tiene un brazo extendido hacia Inglaterra.

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Destemplación. | marta toledo

A las lluvias intermitentes de las últimas semanas (en Saint Nazaire puede llover y salir el sol, alternativamente, unas cinco o seis veces por día) le sigue el gris total de los últimos días: el cielo de plomo y el agua ondeando por el viento como plomo líquido, el color uniforme interrumpido de vez en cuando por la estela blanca que deja un barco que pasa. También se impuso el frío. Soy una criatura del verano así que a los whatsapps de los amigos que se quejan del calor que hace, ahora, en distintos puntos de Argentina les respondo con envidia.

Sin embargo, aun gris y opaco, el paisaje del mar, las múltiples patas del puente que se trasparentan tras la niebla como si llevaran medias finas, las gaviotas cortando el aire helado del mediodía, uno de los murales del Petit Maroc que se ve desde mi ventana: una chica de ojos morunos y velo en la cabeza y en la boca, las boyas descoloridas hamacadas por las olas, todo sigue siendo asombroso. Anoche salí un rato al balcón, la calefacción y todo el día vivido adentro me estaban abombando, salí a tomar una copa de vino (otra maravilla del Loire, sus vinos). Los últimos parroquianos salían de La Marine, el bar del barrio, donde la semana pasada fuimos las dos únicas personas viendo el partido de Argentina-México: para ser honesta yo solo era la persona que miraba la pantalla junto a la persona que miraba el partido, como unas noches antes un hombre que llevaba puesto un vestido era el único que veía el partido de Bélgica contra no recuerdo quién. Los últimos en irse anoche caminaron rápido y cruzaron el puente con las manos en los bolsillos, echando vapor por las bocas porque iban conversando. Poco después apareció un gato en mi panorama. Tenía la cabeza y el lomo negros y el resto del cuerpo blanco, así que en la penumbra me llevó unos minutos distinguir si era un gato o algún otro animal vivo o el fantasma de un animal moviéndose en el borde del canal. Caminaba rapídisimo, como huyendo del frío, y cada tanto se quedaba quieto, tocado por un hechizo. También el gato cruzó el puente hasta este lado y desapareció. 

Tres días atrás estuve en Gante, una ciudad belga vecina a Brujas, igual de antigua pero sin la histeria del turismo. Eva, una joven doctoranda que trabaja no ficción de escritoras latinoamericanas, me había confesado la noche anterior, mientras comíamos un plato típico flamenco, que había armado un paseo pero que no conocía demasiado de historia. Le dije que no se preocupara porque yo era una muy mala turista, así que estaríamos bien. Gante es tan distinta a Saint Nazaire, que fue destruida en buena parte durante la Segunda Guerra y luego reconstruida. En Gante los edificios están allí desde la Edad Media con ese empecinamiento de la piedra sobre la piedra. La tarde que paseamos estaba soleada, una rareza en esta época del año. El sol pegaba sobre las copas amarillas de los árboles, sobre el agua de los canales, sobre la escultura de Jacob Van Artevelde que tiene un brazo extendido hacia Inglaterra. Fuimos a la catedral a ver La adoración del cordero místico, la pintura de los hermanos Van Eyck, recientemente restaurada y encerrada en una gran caja de vidrio. A esa distancia es imposible ver en detalle la cara del cordero, pero su lana blanca resplandece como una aparición entre los colores vivos del resto del panel central. En el panel superior derecho está Eva, panzona, el pubis cubierto por una hoja y una cidra en la mano, una fruta rugosa de la familia del limón; según los estudiosos: un pequeño sol amarillo que se apagará cuando Eva la muerda y caigamos en las tinieblas.

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