Así tituló Lucas Demare su film testimonial estrenado en 1958, uno de los éxitos del cine argentino en ese año. “La película documentó cómo el abandono en que el peronismo dejó al campo impulsó a verdaderas oleadas humanas hacia Buenos Aires, donde la falta de vivienda las obligó a instalarse en sórdidos barrios de emergencia, sufrir la privación de necesidades elementales y estar próximas a semillas de corrupción y crimen” (Di Nubila, Domingo, Historia del cine argentino, T. II) Para evitar que estos barrios fueran vistos por quienes arribaban al aeropuerto internacional y se dirigían a la Capital Federal, se los escondió detrás del muro al que alude el título. Como vemos, en Argentina como en el tango “la historia vuelve a repetirse”. Salvo que en la canción retornan “el amor y la lluvia”; en el país, la misma obstinación por violar derechos humanos fundamentales y el desconocimiento de muchos políticos de lo que sucedió y se hizo en períodos gobernados por sus propios líderes y partido.
Esconder la indigencia con la construcción de una pared, levantar fortalezas como forma de combatir la inseguridad son métodos medioevales que atentan contra el derecho a la igualdad. La discriminación es uno de los problemas que más afecta a las sociedades contemporáneas y es obligación de toda política pública combatirla y erradicarla. Nadie desconoce que la inseguridad es un fenómeno social que preocupa y causa víctimas cotidianas en la Argentina actual, afectando el derecho a la vida. Desde hace años no hay políticas de Estado eficientes para combatirla y atacar las causas esenciales que la provocan. Construir un muro para preservar la seguridad de un grupo de vecinos no resiste el menor análisis y el repudio social que recibió hizo manifiesto ese rechazo.
Esta triste anécdota, sumada a otros continuos y menos difundidos episodios, construye el drama social que protagonizamos millones de argentinos y destaca la dificultad que la diferencia entre los diversos individuos y grupos que integran nuestra sociedad ocasiona a nuestra convivencia cotidiana. “Lo distinto es lo que alarma”, afirmó el escritor Manuel Puig en la Universidad de Götingen en 1981. Esta reflexión sintetiza el dilema a resolver en una sociedad fragmentada, donde la pobreza y la indigencia constituyen la causa principal de discriminación. Si lo diferente da miedo –como también explica Puig–, mejor que someter es comprender, mejor que esconder es dialogar. La solución nunca puede consistir en exacerbar la diferencia y poner vallas a la posibilidad de convivencia y consenso. El episodio ya viejo como noticia del muro de San Fernando sólo indica la débil cultura democrática que ha adquirido nuestro país en estos veinticinco años en que votó ininterrumpidamente. En el siglo XXI la democracia no se define sólo por el ejercicio del sufragio, ni por la mayor participación de los ciudadanos en la decisión de los problemas sociales. Esas son las etapas que ya cumplió en los siglos XIX y XX. Son indispensables para definir un sistema político como tal, pero insuficientes para responder evolutivamente a las necesidades de un mundo profundamente transformado por la facilidad de comunicación y la integración de grupos e individuos de diferentes razas, religiones, pensamiento político u orientación sexual. El régimen democrático se corporiza en un país cuando existe una equitativa distribución del ingreso y las condiciones económicas mínimas para ejercer los derechos fundamentales, y cuando culturalmente desde el poder público y desde la sociedad civil se le otorga libertad al mayor número de personas y se les reconoce la mayor diversidad posible. Mientras la diferencia atemorice e impida el diálogo, los muros concretos o metafóricos nos impedirán cohabitar civilizadamente.
*Profesor de Legislación Cultural en UBA, UNC y Flacso.