En todo silogismo, si partimos de premisas falsas llegaremos a conclusiones necesariamente falsas. En política sucede lo mismo.
Los dirigentes opositores se han lanzado a pelear la sucesión de Cristina. Cual mastines de avidez inagotable se prodigan agudas dentelladas en busca de quedarse con la mejor parte de una herencia que dan por segura. Tantas veces auguraron el apocalipsis que terminaron por creer que efectivamente se avecina el final, el colapso, el desplome definitivo.
La columna de opinión de la diputada Patricia Bullrich el domingo 1° de marzo es muestra de ello. Allí se lanza a disputar con otro bloque opositor, dando por descontado el fin del ciclo político actualmente vigente.
Esto último es la premisa de su planteo. Parte de una afirmación rotunda, inapelable, que se sustenta en su repetición monótona e infinita. El rigor analítico es suplantado por el propio deseo convertido en una definición pretendidamente autoevidente. Sin embargo, una falacia repetida hasta el cansancio sigue siendo una falacia. Decir una y mil veces que se terminó el kirchnerismo sólo puede llevar a un estado de placidez onírica que puede terminar abruptamente cuando la realidad se vuelva tangible y constatable.
Creer que el oficialismo ya perdió tiene un efecto adormecedor para una dirigencia que ya no busca ofrecer un mejor programa, una mejor opción, una síntesis superadora. Esa dirigencia sólo busca las porciones de un poder que presume propio en un plazo cierto. Todo esto representa un dislate mayúsculo.
Sorprende la estrechez analítica que exhibe una oposición encapsulada en sus propios devaneos y aspiraciones sucesorias. Nada tiene para decir respecto del quiebre histórico que vive el mundo, ni de la caída de aquellos paradigmas erigidos durante tantas décadas como falsos ídolos, ni de la reconfiguración geopolítica que se desarrolla delante de nuestros ojos. Nada dice la oposición respecto de la necesidad de revisar el arsenal teórico y discursivo que nos acompañó durante tanto tiempo y que hoy deviene en un corpus inadecuado para caracterizar cabalmente los cambios y mutaciones que operan a escala global y que impactan en nuestras naciones. Nada dice la oposición respecto de la necesidad de repensar nuestro destino para no repetir errores conocidos ni recetas ya fracasadas.
Faltan tres años para la próxima elección presidencial. Es tiempo de trabajar, de debatir ideas, de transparentar consensos y de explicitar diferencias. Es tiempo de construir en política, también. La creencia ciega en el fin del proyecto del Frente para la Victoria lleva a la formulación de falacias disparatadas del tipo “Si gana el oficialismo es por el fraude”. Cuando el fanatismo cerril desplaza a la razón, la devolución que hace la realidad suele ser negada con fruición. Y ello entraña un peligro. Más aún si estamos hablando de una parte de la dirigencia del país.
La preocupación por el nivel de procesamiento político de la oposición es la preocupación por la calidad institucional y por los consensos plurales, diversos, multipartidarios y multiclasistas que se requieren para definir el rumbo estratégico de un país. Nosotros como fuerza oficialista necesitamos una oposición aguda, pero racional y constructiva. En definitiva es el país quien la necesita.
Cuando la historia juzgue este tiempo convulsionado que nos toca en suerte, deberá señalar si primaron las menudencias fatuas de la política facciosa o si fuimos capaces de vertebrar nuestros sueños en un proyecto de nación enriquecido por el aporte multicolor y variopinto de las distintas fuerzas políticas de nuestra democracia.
Las fuerzas políticas son contingencias históricas que mudan a lo largo de la historia. Lo trascendente y permanente es la nación y su pueblo. Una dosis de racionalidad y sosiego no vendría mal en esta etapa. Nosotros asumimos nuestra responsabilidad. La oposición debería hacer lo mismo.
*Diputado nacional del Frente para la Victoria-PJ.