Hace un par de semanas escribí una breve semblanza de mi tío Víctor, el personaje más gracioso y eufórico de mi familia, que empezó zurciendo pelotas de fútbol y no triunfó como empresario pero sobrevivió fabricando trofeos deportivos para los clubes de provincia. En esa semblanza, conté que yo le encargué y recibí gratuitamente uno que certificaba mi primer lugar en un concurso imaginario de pesca, hecho con el exclusivo fin de ganarme la admiración y el respeto de mi hija de pocos años. Luego de escribir la nota, le recordé la anécdota la actual adolescente díscola, creyendo que ella sabía (porque creía haberle contado la verdad hace ya mucho), y mi hija me miró y se rió: “¿Qué? Era un trofeo falso. ¡Y me engañaste todos estos años!”. “Obvio”, le dije, “si yo jamás pesqué en mi vida”. A lo que ella me respondió con algunas de esas expresiones coloquiales de época, que incluyen alto y jede.
Rememorando la escena, no pude menos que interrogarme acerca del asunto. ¿Por qué, a la hora de elegir un trofeo trucho, había pedido uno de pesca y no otro, que garantizara una óptima performance en deportes en los que nunca me destaqué, pero que al menos había practicado (fútbol, softbol, básquet, atletismo, cachurra montó la burra, la mancha pelota, rayuela…). Y de pronto me di cuenta que el trofeo de pesca cerraba una herida antigua.
Pasé toda mi infancia de pequeño neurótico obsesivo preguntándome cuál sería la fórmula o el secreto para acceder al amor de mis padres, que típicamente me creía negado o trasladado a mi hermana. Desde luego, en aquel entonces ni siquiera podía reflexionar acerca de la posibilidad de que ese amor que creía no recibir me fuera dado de un modo que no percibía como tal, porque, como ya se sabe, pensamiento solipsista no es equivalente a percepción: la percepción advierte signos de una realidad ajena y existente, en tanto el pensamiento solipsista es una máquina que sólo detecta lo que ella misma produce. En todo caso, hubo un día en que creí que algo de ese amor se manifestaría taxativamente. Mi padre había arreglado salir a pescar con amigos y me llevó. ¡Qué privilegio! Estar junto a mi padre, en una reunión de adultos… De algún modo, eso cerraba la duda y la herida, finalmente yo había sido aceptado. El mundo se abría mansamente para mí, y yo entraba mansamente en su fluir, como en un río de dos corazones. Continuará.