COLUMNISTAS

Diario de un flâneur

Ciudad inmensa, “acumula mucho más que un par de capas de historia en sus calles y avenidas”, describe el autor de esta crónica. El escritor recorre la ciudad como un habitante más, y traza el retrato de un Madrid íntimo: lectores ávidos en trenes y subterráneos, bares de manteles rústicos, platos sustanciosos y meseros de memoria de hierro. Una ciudad en permanente transformación, donde la mezcla de lo rancio con lo moderno ofrece un carácter único, de nostálgica atracción.

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Para José, el de la quimera

El tren de RENFE (los ferrocarriles nacionales españoles) atraviesa como un bólido la meseta que rodea a Madrid. Paisaje puro, con muy pequeña presencia humana visible: incluso una casa aislada, siete frutales instalados en un recorte de terreno triangular, en hilera perfecta, o un muro bajo de piedra parecen generados por el paisaje mismo. Como el tren va muy rápido, son kilómetros y kilómetros vacíos, o casi, durante un período de más de una hora y media. Lo demás es piedra, cielos, superficies rugosas puestas al aire por el corte que instalan las vías atravesándolas. Colores entre secos y suaves: rojizos, amarillentos, verdoso suave, de acuarela viril.
Madrid ya es bastante grande y acumula mucho más que un par de capas de historia en sus calles y avenidas. Buena parte provienen de la época en que era la capital de un imperio. Pero si quisiera tener otro, podría salir a la conquista de la propia vastedad vacía y seca que la rodea.

Estación y cultura

El tren partió de Atocha, la enorme estación central de Madrid. Su interior es nuevo, reformado, y muy impresionante. No se trata sin embargo de una expresión arquitectónica “moderna”, monumental: mezcla su techo muy elevado o las rampas y escaleras mecánicas que facilitan extraordinariamente el desplazamiento (la cabeza de un señor enyesado en silla de ruedas sube con la firmeza rectilínea de un fantasma, a la derecha) con un centro de vegetación y agua muy bello, con algo de grabado de fines del siglo XIX, cuando se hacían aquellas grandes Exposiciones Universales que aparecen en los fascículos y las enciclopedias. Más tarde, ya en el tren, es posible enterarse de que incluso el agua de su pequeño lago artificial estaba surcado por tortugas acuáticas.
Las ventanillas de pasajes están abajo. La salida de los trenes, arriba. Todo es despejado, minimalista, simple y práctico, con muy pocos amontonamientos. Aunque al parecer mucha gente viaja en tren: los pasajes turísticos se agotaron, sólo quedan en primera. Hasta Barcelona son 100 euros. Pero todo el mundo desaconsejó el ómnibus, mucho más barato. Ha terminado por tener el mismo valor depreciado que en Estados Unidos: asientos incómodos, pasaje constituido básicamente por gente de pocos recursos o inmigrantes, horarios que se alargan, poco o nada de aire acondicionado. Lo confirmará un amigo que viajó por ese medio.
Cerca de la entrada a los andenes de salida, vestido con sencilla elegancia y apoyado sobre la baranda, un hombre de cierta edad (entre los 60 y los 70 años) lee un libro. Cuando lo cierra, es El espíritu de las leyes de Montesquieu, en catalán. Mira los carteles de horarios y destinos, pero no viaja. Cuando el día refresca, como hoy –explica–, se mete a leer en la estación, y la pasa muy bien. Una vez enterado del carácter visitante de su interlocutor, recomienda no perderse los cafés tradicionales, por ejemplo el Gijón, donde aparcó buena cantidad de personalidades culturales. Después habla de la Revista de Occidente, de Insula, y se queja debidamente de cómo se ha ido al demonio la mayor parte de la cultura.
Alrededor del centro de verdor y agua hay algunos otros ancianos que no leen, que tienen algo de vegetales ellos mismos. La ropa, como la del lector de Montesquieu, es correcta, protege bastante bien. Al parecer lo que genera estos equivalentes mejorados de los “crotos” argentinos o los “bichicomes” montevideanos, más que la pobreza es la pura y llana soledad. Fue lo que provocó también las miles de muertes por calor en aquel verano cercano que asoló a los países europeos, en especial Francia: quedan solos en pequeños departamentos, se deshidratan, nadie llama por teléfono ni los visita, mueren.
Justamente una de las noticias impactantes de esos días es la muerte de un anciano mirando la televisión, a quien encontraron muchos meses después. Condiciones especiales de humedad y temperatura habían hecho que se conservara con la perfección de una momia. El televisor seguía funcionando, con el sonido estridente de los televisores que funcionan.

Bajo tierra

El Metro (o subte) es moderno, silencioso, impecablemente señalizado. Basta un día de circulación para comprender los colores y números de cada línea. Entre el mapita que regalan en toda estación y los consejos corteses y amplios de cualquier persona interrogada (salvo turistas o inmigrantes, aunque sólo si hace poco que aterrizaron en la ciudad), al segundo día se transforma en el medio de transporte casi único.
Algunas líneas tienen en cada vagón parlantes que anuncian las estaciones. Una frase no se entiende bien: habla de apoyar el pie con cuidado al bajar... y se pierde el sentido de lo que sigue. Al fin se entiende: “estación con curva”. Cuando es así, queda un pequeño espacio intermedio, hueco, donde podría encajarse el calzado, con consecuencias imprevisibles.
Mucha gente va leyendo, libros grandes, además. Por lo general son los “ladrillos” best-sellers de ese momento. Cada lector va serio, como en trance, casi con un toque de preocupación en la cara: hay que leer ese libro, terminarlo. En esos días, se trata de La catedral del mar o, en mucho menor medida, un grueso volumen de Almudena Grandes. En las grandes librerías, esos grandes libros están acomodados en grandes montañas junto a las cajas, con un trasfondo de leve desesperación por liquidar cuanto antes la mayor cantidad de ejemplares.
Prolijos, de pie o sentados, casi siempre con cierto espacio alrededor, otra vez sin grandes apiñamientos, en el vagón se ven personas de todo tipo y clase: jóvenes con decibeles altos para hablar; una delgada muchacha bien acicalada, probablemente oficinista, que tiene el rostro contraído por la angustia y la tensión. Le dice a su compañera que no sabe si hizo bien al incluir algunos nombres y sacar a otros de una lista de invitados para una reunión en su casa. (Dicen que en otros horarios puede tenerse la experiencia clásica de ir aplastado contra los vidrios de las puertas, con los subtes repletos.)
A veces suben músicos a tocar y pasar la gorra. La gente recompensa con cierta generosidad a un grupo entero que sube e interpreta canciones tradicionales con un vigor inusitado. O se queda un poco quieta cuando entra un negro explícitamente africano en su atuendo, que se larga a hacer percusión con una energía también inusitada, y un sonido semejante a una docena de cacerolas que caen por una escalera.

De cal y de arena

En esos días Zapatero, que a pesar de su apellido es presidente de España, ha liberado a un “etarra” enfermo. Ni lerda ni perezosa, liderada en la acción por un tal Rajoy, encargado de la acción, y fogoneada por el inefable Aznar, la derecha instala un clima de agitación intenso y sostenido, que culminará en una manifestación tal vez inmensa a nivel nacional, un par de días después. Como alguien de afuera, es divertido ver las primeras planas de dos diarios diametralmente opuestos como El País de Madrid y La Razón. El primero pinta a Rajoy como una especie de desesperado fuera de control. El segundo, en cambio, como un caballero inglés flemático que trata de poner coto a los excesos de la izquierda, del desaforado de Zapatero. Como foto de ilustración en tapa, ese día el diario incluye a Aznar depositando un ramo de flores en la tumba de policías asesinados por la ETA. Al día siguiente, es el propio Aznar quien firma el editorial.
En El País, su columnista más certero y leído, Juan José Millás, apunta sus cañones contra el PP, la Iglesia, y Rajoy, por supuesto. El clima sigue creciendo hasta que el día crucial llega, pasa y se va. Otra de las grandes firmas de la contratapa, el novelista Eduardo Mendoza, titula “Manifestaciones”, y se opone a la facilidad masiva para caer en entusiasmos vociferados y a temer, casi, una segunda guerra civil: “El temor es comprensible, pero, en mi opinión, infundado”, comenta. “Por supuesto, nadie puede predecir el futuro, pero un análisis más detenido de los referentes permite apreciar que entre el hoy y el ayer media un abismo. El que media entre los españoles que ayer pasaban hambre y los que hoy tienen problemas de sobrepeso.” Por las dudas, Mendoza aclara que eso “no significa que vea la vida de color de rosa. Al contrario, creo que graves peligros se ciernen sobre nosotros, pero lo que haya de pasar no está en la calle, sino germinando en el subsuelo del paseo por donde discurre la manifestación.”
Millás es madrileño (llegó a la ciudad de pequeño), y Mendoza barcelonés. Si uno pregunta, nadie sabe apuntar a alguna novela que sintetice, represente o simbolice a Madrid como ciudad. En cambio no ocurre lo mismo con Barcelona: tres de cada cinco mencionan La ciudad de los prodigios, de Mendoza.

Comunicaciones

Es un apart-hotel bien ubicado, cerca de la estación de subte (4, marrón) Diego de León. No hay a la vista ninguna PC con la que comunicarse por Internet; sí en cambio lo que llaman wi-fi, para conectarse con la propia lap-top. Los llamados “cyber” (en el Río de la Plata) no abundan en la calle. Hay sin embargo uno a la vuelta, en un negocio de cadena cuyo nombre es un alerta: Vip. Es caro, realmente, y funciona como un taxi: se corta por sí solo cuando se acaba la “ficha” activada desde la caja, decapitando un largo mail en proceso de escritura.
Una búsqueda más amplia descubre un locutorio paquistaní, cuatro o cinco veces más barato. Sobre el cristal de entrada prometen un futuro venturoso si uno se anima a ser empleado del local. Adentro las gastadas máquinas se apiñan; algunas funcionan bien, otras no. En una de las cabinas de teléfono una mujer más bien baja se exalta, insulta, se calma, vuelve a irritarse, y le grita a voz en cuello al interlocutor o interlocutora lejano: “Se me está acabando el tiempo”. Casi todas las máquinas están ocupadas. En una de ellas una muchacha de poco más de veinte años habla con una mujer de rostro hindú que se ve por la imagen inestable de la camarita, y que habla en un idioma de esa zona, mientras en la pantalla se ve que la muchacha escribe cada tanto frases en francés, como manteniendo dos niveles de comunicación, para dejar afuera a quien no entiende el idioma occidental. De vez en cuando la mujer gesticula y entra en la imagen inestable un tío, un abuelo, un chico.
Cuando se desocupa una PC, se observa que ocupa toda la mesita: hay que equilibrar el teclado sobre dos tomos de guía telefónica, sobre las rodillas. Si uno es más bien bajo tiene que poner los pies en punta, y pronto esa posición de ballet clásico forzado provoca una intensa fatiga en la punta de los dedos (de los pies, no de las manos).

Espacios y afueras

En casi todas partes la mirada tarda en encontrar obstáculos antes de detenerse: hay una sensación general de amplitud. Los edificios dan una impresión de solidez, son como grandes cajas con múltiples pisos y ventanas, escasea el tipo “edificio horizontal”; mucho más, hasta la inexistencia, el rascacielos. Hay dos edificios en el centro, cercanos: uno de ellos es delgado y alto, poco común, el otro sigue el molde de la gran caja achatada: algunos los llaman el Gordo y el Flaco.
En todo lugar hay pozos, arreglos, máquinas lentas y gigantescas funcionando. Media ciudad está patas para arriba. Al parecer no es un asunto del momento: Madrid invierte todo el tiempo en destruirse y reconstruirse. Una anécdota contada más de una vez: le preguntaron al actor Danny de Vito, de visita en Madrid, qué le había parecido la ciudad. Contestó que prefería definirse cuando estuviera terminada. Y agregó que le deseaba mucha suerte a toda esa gente que andaba en busca de un tesoro enterrado. Típico chiste de stand-up comedian.
La mezcla de lo rancia o frescamente histórico con lo moderno es permanente: en la zona “de los Austria” se mezclan, en ese coquetísimo equivalente, por lo laberíntico, del barrio gótico de Barcelona, las callejuelas dignas de los cuentos fantásticos del siglo XIX (de Hoffmann, por ejemplo) con, también allí, barreras o pozos que impiden entrar en algunas, o caerse adentro de uno recién abierto sin darse cuenta.
En todas partes hay bares, tascas, lugares donde comer de parado o en bancos altos, en la barra, más que en mesas o mesitas, que parecen más bien pensadas para turistas acostumbrados a otros modos. Hay una insólita salud de carácter en todo lo que sean mozos, meseras, quiosqueros de revistas o libros viejos, incluso funcionarios de museos (que se mezclan con los clásicos burócratas lentos). Los grupos que incluyen una encargada o encargado y sus subalternos funcionan con la energía y los guiños de una tripulación de barco de vela de los viejos tiempos. En un lugar donde disparan como flechas los “pepitos” (equivalentes de los “lomitos” de pollo, de carne o de frutos del mar), la encargada, empeñosa, arremangada, pide uno de pollo. Diez minutos después, con energía, mete la cabeza por la ventanita que comunica con la “sala de máquinas” donde se hacen, y exclama: “¿Qué pasa con ese pollo, Eugenia, lo estás corriendo?”. Cinco minutos después aumenta los decibeles y el ingenio: una mesera pasa a su lado cargada de “cañas” de cervezas y le dice: “Hoy estás rumbosa, Pepa”. Sin perder un segundo, la encargada comenta: “Será el mal humor. En casa pasaban hoy ese aviso, no sé si oíste: ‘Madrid se mueve. Muévete con Madrid’. ¡Por mí que Madrid se mueva solo, que yo bastante tengo hasta que vuelvo a casa!”.
Uno de los viajes largos en subte termina en la estación Canillas. Los espacios son amplios, minimalistas. Hay ascensores para los distintos niveles, y escaleras mecánicas a granel. Afuera se alza un edificio imponente. Como está por empezar la noche, las grandes letras iluminadas que le recorren el frente dicen “Palacio de Hi lo”: falta la “e”, que está a oscuras, lo que le da un toque insólitamente cosmopolita. Dicen que adentro hay una pista para patinaje sobre hielo. Además de un racimo grande de microsalas de cine, un amplio supermercado, sucursales de cadenas de negocios, incluido otro costoso Vip. Todo con un tono barrial, más que céntrico. El viento recorre las calles. A unas cuadras, varias de las grandes cajas cuadradas con decenas, tal vez más de cien departamentos, tienen a su vez calles internas, en las que hay que guiarse con cuidado la primera vez, hasta aprender los números y los nombres.
Las nubes son muy altas, un poco borrascosas pero no mucho. La gran ventolera de esta primavera que está por empezar fue hace unos días: derribó muchos árboles, paralizó numerosos viajes de avión. Dicen algunos madrileños que en Madrid no hay viento, pero sí hay viento, aunque no tan intenso. Muy alto, continuamente, se ven los trazos blancos de aviones “a chorro” que cruzan el cielo.
A corta distancia en subte, en Plaza de Castilla, hay viejas escaleras a la antigua, inmóviles, que parecen a punto de ser reemplazadas. Arriba, el espacio es amplísimo. A un costado del Paseo de la Castellana se alzaba en otros tiempos, dicen, un edificio gigantesco al que le llamaban “la Corea”, porque ahí vivían militares y soldados americanos. A su alrededor pululaba la prostitución de cierto nivel, las whiskerías, los lugares “de trampa”. Después desapareció y gran parte de ese ambiente se trasladó al otro lado del Paseo.
Cuesta encontrar un teléfono público. Hay que acercarse a una estación de ómnibus cercana. Llama poderosamente la atención cómo se combinan dos altos edificios que, a una cuadra y pico de distancia, se inclinan el uno hacia el otro con mucho cuidado y gran efecto visual, como en una de esas imágenes que aparecen en las historietas de superhéroes o sus versiones cinematográficas. Es la gran obra de un gran arquitecto extranjero, y la llaman “La puerta de Europa”. Como es ya de noche es fácil encontrar sólo una referencia cercana: un gran tanque de agua, que parece envuelto en algo. Visto de día, se revelará como un cartel enorme, promocionando la espectacular muestra de grabados de Escher, casi pegada al tanque.

Niñas y mangostas

Otra vez Canillas. El vestíbulo de una de las grandes cajas cuadradas asentadas sobre el paisaje de nubes altas está plagado de hermosas niñas de entre 11 y 13 años. Una de ellas cumple años y el espacio interior de los departamentos es claustrofóbico, así que circulan en patota por el exterior (aunque dentro del edificio), corriendo o exclamando. En el departamento de la cumpleañera, el padre aprovecha que los niños no están para limpiar la jaula de la mangosta, mascota del hogar. El robusto animal se ha metido bajo un mueble, y es más escurridizo que un gato.
El resultado es una retahíla, hilera o andanada de “tacos”, muy expresivamente religiosos (“me cago en la hostia” es un principio clásico), que se extiende a lo largo de varios minutos, abarcando progresivamente problemas de trabajo, la pérdida de un partido por parte del equipo favorito, la ex. Esas ráfagas de metralla verbal no son infrecuentes en Madrid, y quedan casi siempre allí, como una especie de descarga socialmente aceptada, sin pasar a mayores. Si se las transcribiera literalmente, serían relativamente aburridas en la lectura. Pero el escritor que consiga transmitir la intensidad, el secreto doblez de placer de descargar la libido agresiva (por así llamarla) sin mayores intenciones de pasar a mayores, llamará la atención. Lo mismo pasaría con el calor de las “tripulaciones” de los bares, mucho más salpicadas y fogosas en su lenguaje que el idioma un tanto pasteurizado, europeizado, que impera en un alto porcentaje de la narrativa y la poesía locales. Y en las oficinas de informes es el mismo español domesticado, pero como presionado siempre por una fuerza interna a punto de desmadejarlo.
En todo caso, de pronto, en una décima de segundo, ese padre que busca la mangosta, morocho y alto, medio gitano si se quiere, baja la velocidad a cero y habla con gran cariño de su hija, y hasta con relativa comprensión de la mujer de la que está separado, antes insultada como de paso. El padre visitante intercambia su propia serie de fastidios con el trabajo, con el clima. Discretamente, apenas menciona a la mujer madre de su propia hija, con la que vive felizmente. No menciona la soga en la casa del ahorcado.

Juanjo, Josema y los vuelcos

Tanto Juan José como José María son escritores, amigos desde hace años. Dicen que se ven poco, y tal vez justamente porque los dos llegaron desde afuera, aman mucho Madrid. Es imposible tener mejores guías. Prometen recorrer la parte histórica, turística, famosa, y cumplen a fondo. Sobre todo porque se la pasan opinando con datos propios, entre secretos y hasta fantásticos.
Un almuerzo en un restaurante La Opera se convierte en la anécdota, al empezar el paseo, de cómo Franco, en su impulso ideológico de odio antiburgués, ordenó a un arquitecto destruir el cercano teatro de La Opera, tan burgués. Al parecer la genial solución del arquitecto fue ocultar el viejo teatro bajo una capa de fachada al gusto de dictadores triunfales, que lo tapaba. En cuanto Franco cayó, dice José María, allí estaba el viejo teatro de La Opera, esperando. No lejos de allí, debajo de una amplia plaza descansa, según dicen, el corazón literal y anatómico de Velázquez, en un sitio indeterminado. En todo caso, una academia de artes plásticas ha erigido allí una elegante columna de homenaje a ese músculo famoso e inubicable, con su correspondiente placa.

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