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Dickens y las injusticias

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A Christmas Carol, conocido en español como Cuento o Canción de Navidad, es una de las historias de Navidad más famosas del mundo. Dickens la escribió en seis semanas y la publicó la editorial londinense Chapman & Hall el 19 de diciembre de 1843, en una operación de marketing estratégico bastante temprana, días antes de Navidad. Fue un éxito enorme, la primera edición se había agotado el 24 y para la Navidad del año siguiente ya habían salido trece ediciones.

Esta popularidad llevó a la novela al centro de dos episodios de piratería a uno y otro lado del Atlántico y puso a Dickens entre los primeros (tal vez fue el primero absolutamente, pero no puedo asegurarlo) en reclamar y sentar jurisprudencia alrededor del tema de los derechos de autor. Para entonces la Biblia era también uno de los libros más pirateados, pero a Dios esas cosas no le importaban o simplemente no le importaban porque nunca existió. Dickens, en cambio, existía, algo de lo que no cabe duda, y no dejaba de lamentarse de la práctica de la piratería en su primera gira estadounidense, en 1842, donde había sido acogido calurosamente por lectores y editores gracias, justamente, a las copias piratas que circulaban de Oliver Twist y Los papeles póstumos del Club Pickwick. Recuérdese que en aquella época no existía una ley internacional sobre el copyright, que llegaría recién casi cincuenta años después, en 1891.

En el Reino Unido, una versión modificada de Cuento de Navidad apareció un par de semanas después en el número del 6 de enero de 1844 de la Parley’s Illuminated Library, una revista semanal editada por Richard Lee y John Haddock, que publicaba versiones simplificas de novelas más o menos populares, a menudo destinadas a los niños.

El relato pirateado se llamaba Christmas Ghost Story y había sido escrito por Henry Hewitt. Tampoco era la primera vez que la Parley’s copiaba una obra de Dickens, ya lo había hecho con La tienda de antigüedades, aparecida entre 1840 y 1841, y con Barnaby Rudge de 1841. En las ocasiones anteriores, Dickens se había hecho el tonto, pero esta vez pensó que se habían pasado de la raya y junto con su abogado, Thomas Noon Talfoud, les hizo juicio a Lee, a Haddock y a Hewitt.

En el tribunal, Talfoud calificó a Lee y a Haddock como “gitanos que roban los hijos de los demás, los camuflan y los hacen pasar como propios” (dejando de lado la mención a los gitanos, demasiado incorrecta para los tiempos que corren, la comparación resulta magistral y aplicable a una larga lista que aún en la actualidad se dedica a camuflar los hijos ajenos: aplaudamos pero con discreción). Dickens sostuvo que la obra era suya. “El lenguaje es el mismo, en ciertos casos fue debilitado y degradado, en otros se ha vuelto insípido, banal, ignorante y sensiblero”, dijo. Hewitt se defendió diciendo que en realidad había mejorado la novela, modificando el lenguaje para hacerlo accesible a todos; Lee y Haddock definieron las historias publicadas en la Parley’s como “reescrituras”.

Dickens ganó el juicio. “Los piratas han sido derrotados”, escribió. Pero le duró poco el festejo, porque Lee y Haddock se declararon en quiebra y Dickens tuvo que pagar de su bolsillo las costas procesales: 700 libras esterlinas de entonces, cuando por la venta de su libro había obtenido 130. Pero se vengó del sistema jurídico en Casa desolada, novela de 1853. El relato gira alrededor de una gran causa legal, que acumula gastos y llena los bolsillos de los abogados. En el primer capítulo se lee: “Más vale soportar todas las injusticias antes que venir aquí”.