COLUMNISTAS
el ejemplo de los mineros

Diecisiete días y una sola noche

<p>Llegaron a pensar que era el fin. Y que la muerte los acariciaba. Pero una sonda perforó la roca y los mineros volvieron a nacer. Un relato apasionante de sus vivencias.</p>

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Durante diecisiete días, las sondas con cámaras olfatearon por debajo de las enaguas de la roca. Las máquinas perforadoras, como arietes ciegos con cabeza de carnero, embestían contra el esófago de la montaña, y el domingo 15 de agosto (diez días después del accidente), fueron detenidas por un coloso de 127,5 metros de alto y 700 mil toneladas de peso.
Durante 17 días, desde el jueves 5 de agosto hasta el domingo 22, la chimenea de ventilación de la mina, las barras de acero de las máquinas de sondeo y los equipos robóticos de precisión fueron salvoconductos hacia la esperanza; los deslizamientos, los deficientes planos del pique y fiscalización de la mina y las fauces del terreno fueron tickets para participar en la ceremonia molida de la aflicción.
Durante diecisiete días, los psicólogos lucharon para darle espacio a los sentimientos de los familiares y el Servicio Nacional de Menores se ocupó de los cantos y de los mantos de los niños. Durante diecisiete días, en el yacimiento San José, de la minera San Esteban, a 40 kilómetros de Copiapó, norte de Chile, a 700 metros de profundidad, 33 hombres estaban vivos sin que existiera constancia, encerrados en el pañuelo dolorido de una noche tajante.

Alguno de los mineros, durante diecisiete días, habrá recordado las canciones de su niñez, primero como una reminiscencia, después como un ejercicio. “Caballito blanco, / llévame de aquí, / llévame a mi pueblo / donde yo nací”. Contagia recordar la belleza y la seguridad. “Caballito blanco, / llévame de aquí…”. Canciones para conciliar el sueño, para engañar el hambre, para estar en familia, para ver colores, para escuchar el eco de la propia voz goteando en las paredes de la realidad. “Un día llega de lejos / Huescufe conquistador, / buscando montañas de oro, / que el indio nunca buscó, / al indio le basta el oro / que le relumbra del sol”. Alguno de los mineros, durante diecisiete días, habrá recordado canciones de niñez y de adolescencia, porque la angustia consiste en no ver más que lo que está a la vista, y en aquellos años hay mucha otra cosa para ver.
A alguno de los mineros, con seguridad, durante esos diecisiete días que reptaron desde el mediodía del jueves 5 de agosto hasta el domingo 22, se le habrá aparecido el rostro atmosférico de la muerte, en el piso del refugio, en los taludes rugosos y hasta en el mismo aire que respiraba. Habrá pensado que no iba a poder cumplirle al hijo en camino, adivinándose las piernas flacas, palpándose el pecho consumido, que iba a echarse a morir, cuando pasaba por la garganta el atún exiguo o la leche o la galleta estriada o el bocado de durazno en conserva que comían. O habrá olido el aliento de la muerte, un pez de hielo deslizándose por los orificios nasales hasta la náusea. U oído el rasgueo de la muerte en las terrazas superiores, y habrá pensado que los patrones ya los hacían finados y estaban recomenzando con las tareas de extracción y que la bóveda inestable se les iba a caer encima para siempre.

Dentro de la sociedad de 33 mineros vivos, que durante diecisiete días no fueron profetas en su tierra y a veces ni siquiera fueron sociedad, alguno habrá habido que se negase a pensar en esa entraña palpitante que se lo había tragado. “Si pienso en la grieta de la que recogemos el agua”, debe de haberse obligado, “va a comenzar a hincharse, como un grano de maíz tostado en grasa, y luego se rajará y otro aluvión se atragantará con nosotros”. Alguno de esos 33 eslabones de la providencia habrá sentido más miedo de pensar en lo que lo aterrorizaba que el miedo que lo aterrorizaba, más horror de sí que de la situación. Estados alterados de conciencia.
¿Y cómo, durante esos diecisiete días, evitar las cuentas con la estirpe? Alguno de los 33 mineros habrá aceptado que, como su padre y como su padrastro, moriría a causa del desierto de Atacama. Se habrá imaginado yacente en una fosa común, diez monedas subvolcánicas más abajo que la tumba de su padre, cien coronas de pórfido cuprífero más hondo que la tumba de su padrastro. Le habrá pasado por la cabeza que dentro de algunas centurias un curioso de la misma especie lo encontraría junto a los otros 32, convertido en una momia atacameña, con esa expresión infantil y ensimismada que a veces tienen los despojos. Se le habrá ocurrido, en medio de una noche tan impenetrable que parecía sólida, que tres muertes enlazadas eran algo más que una casualidad, que eran un designio.

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Durante diecisiete días y una sola noche, las huellas de manos esperanzadas y angustiadas se habrán impregnado en las paredes lastimadas de la mina. El eco del himno nacional habrá ascendido hasta ahogarse de roca. “Ha cesado la lucha sangrienta; / ya es hermano el que ayer invasor; / del vasallo borramos la afrenta / combatiendo en el campo de honor. / El que ayer doblegábase esclavo / hoy ya libre y triunfante se ve; / libertad es la herencia del bravo, / la victoria se humilla a su pie”. Treinta y tres hombres, diecisiete días, una noche. Alguno habrá tenido un sueño completamente blanco: una vaquita del desierto blanca, un lirio blanco, y hasta un asteroide totalmente blanco. Alguno habrá disciplinado su ansiedad corriendo en círculos. Navegantes del descenso, al fin, alguno habrá sentido que lo mejor era dejar que la marea lo llevase tan profundo como quisiera. Alguno no habrá hecho otra cosa que dar ánimos; otro no habrá hecho otra cosa que rezar.
Hasta que el décimo séptimo día, el domingo 22 de agosto de 2010, una sonda perforó la losa y los 33 empezaron otra vez a nacer.