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Hace tiempo, en marzo de 2012 para ser exacta, se conoció un artículo de Francis Korn titulado “La muerte del verbo oír”, frente al cual yo, que ya me interesaba en la cuestión, pensé bueno, no será para tanto. Lo era; lo es. Si bien es cierto que la muerte de un verbo no trae consecuencias espantosas para el lenguaje en particular y la civilización en general, también lo es que una siente, sabe, que en algo se empobrece la lengua. Bueno, y qué. Seguimos entendiéndonos, ¿no? Sí, pero ahí queda esa pequeña cicatriz con la que se tropieza cuando se lee un texto de antes de los años 70, algo que hay que explicar a los que aprenden a leer (y a hablar). Porque, como dice la autora, “uno oye si puede, y escucha si tiene ganas”. En efecto, oír y escuchar no son sinónimos, son diferentes. En ambas situaciones está comprometida la oreja, pero eso es todo lo que hay de común entre las dos palabras. Oír es natural; escuchar es voluntario. Y cuando alguien dice por un micrófono (que generalmente no funciona en ese momento) “¿se escucha?”, habría que decirle “sí, se escucha, pero no se oye”. Y el artículo termina sabiamente “Quizá si se oyera escuchando atentamente lograríamos entender mejor lo que nos dicen”.
Otra cuestión es la de entender y comprender. Que también se toman como sinónimos pero no lo son. Mi amigo don Sebastián de Covarrubias Horozco dijo allá por el siglo XVII que comprehender, así con esa grafía, era abarcar, concediendo que en ciertos casos podría significar saber. Y que entender era una de las potencias del ánima. Hay que confesar que mucho no nos ayuda. Pero nunca están de más los viejos libros. El señor Covarrubias ya nos dice que son dos cosas diferentes. Ahora, tres siglos y pico después, los diccionarios dicen que comprender es abarcar, saber. Y que entender es desentrañar con el entendimiento. Ah, caramba, aquí la cosa es más sutil. Puedo suponer, y tal vez me equivoque pero no será demasiado grave, que comprendemos cuando podemos “ver” el problema o situación sin desentrañarlo. Y que entendemos cuando la inteligencia nos muestra cada uno de los aspectos de la cuestión y estamos entonces en condiciones de explicarlo. Ejemplo pretencioso de mi parte: puedo comprender lo que me dicen de la teoría de las cuerdas, pero me es imposible entenderlo y por lo tanto no me lo pregunte, estimado señor, porque no voy a poder explicárselo. Todo lo que podré hacer será recomendarle que se dirija a Juan Martín Maldacena, nuestro compatriota, que era el único que nos faltaba: ya tenemos un papa, una reina, el mejor futbolista del mundo, y ahora el casi Premio Nobel en Física. Si lográramos aprender algunas cosas (a votar, por ejemplo; a respetar la Constitución cuando estamos en la cúspide del poder, por otro ejemplo), seríamos casi perfectos, vea.