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Dinámica de lo pensado

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La idea de que el fútbol sirve sólo para el embrutecimiento del pueblo a mí nunca me terminó de convencer. En ninguna de sus variantes: ni bajo la hipótesis general de la enajenación colectiva, ni con la teoría de la válvula de escape semanal para la descompresión anestésica, ni bajo la premisa que contrapone pasión y razón en términos inconciliables. Tuve siempre la impresión, y la tengo todavía, de que en tales enfoques se activa un prejuicio contra lo popular muy notorio. Ante todo porque el fútbol, fenómeno de la cultura de masas, no convoca solamente a los sectores populares, sino a un espectro social muy diverso que abarca asimismo, sectores medios y altos, cuya perspicacia está por verse. Y luego porque aquellos que con tanta severidad condenan, displicentes y altaneros, el pan y circo de las canchas de fútbol, raramente prescinden del mismo para abocarse, por caso, a la agitación política del teatro épico brechtiano, al dodecafonismo de Schoenberg como antítesis del mundo empírico administrado, o a ver ciclos del cine de Raymundo Gleyzer en procura de concientización histórica.

El fútbol argentino, por otra parte, está parado desde hace dos meses: las canchas, vacías; los fines de semana, desolados. Y la conciencia social de las masas populares no parece haber avanzado ni retrocedido un centímetro como consecuencia directa de eso. Por el contrario, el propio fútbol ha pasado a ser un ámbito en el que se están discutiendo las mismas cuestiones que en otras partes: si el Estado tiene que estar presente o retirarse, si la corrupción dirigencial tiene remedio o es insoluble, si es bueno o malo tener que pagar por algo que hasta ahora no se pagaba, etc.

¿Habría que considerar, entonces, que el fútbol, más que desviar la atención, lo que hace es concentrarla? ¿Habría que considerar al fútbol como la continuación de la política por otros medios? Por otros medios, sí; o por los mismos.