Una de las críticas más fuertes que, en materia económica, se le hace al período kirchnerista es la de no haber aprovechado la época de las sojas gordas para ahorrar una parte de la bonanza, en previsión a la llegada de un ciclo menos favorable.
Como si la fiesta de la innovación financiera y las burbujas de todo tipo en la economía global que hoy se critican y que hoy todos saben “que no podían durar” pudieran haber durado para siempre.
Lo curioso de esta crítica es que este “defecto” K lo ha compartido una parte importante de la sociedad argentina, no sólo en este ciclo, sino también en otros contextos favorables similares y se ha extendido.
Permítanme ejemplificar con lo que está pasando con los precios de los servicios de distribución de gas y electricidad en varias regiones del país.
Con el estallido de la convertibilidad y la ruptura de todos los contratos de privatizaciones, la fijación de dichos precios quedó sujeta, principalmente, a las decisiones discrecionales del gobierno del presidente Kirchner, primero, y de Cristina, después. Esa decisión consistió en congelar los precios de los servicios públicos para las familias, particularmente de Capital y Gran Buenos Aires, pese al entorno creciente de aumento de costos, por la devaluación, las subas salariales y los fuertes incrementos de los insumos básicos de producción de estos servicios en el mercado internacional.
Se podría argumentar que dichos servicios eran “caros” antes, y que el congelamiento no hizo más que “volver al equilibrio” a estos precios. La comparación regional e internacional, bien medida, no avala esta hipótesis.
Al contrario, los precios regionales siempre se mostraron, en especial a partir de 2001, muy por encima de los locales.
Asimismo, el monto creciente de los fondos transferidos a las empresas prestatarias para su funcionamiento operativo, o para la importación de combustibles, con el objeto de que se siguiera proveyendo el servicio a los mismos precios también constituye una prueba indirecta de tarifas desfasadas.
Además, cualquier comparación de precios relativos, entre los costos de la electricidad o el gas, o los peajes, o el transporte de pasajeros, y el costo, por ejemplo, del servicio de televisión por cable marcaba que los precios en cuestión estaban ciertamente muy baratos.
Resultaba un comentario común en las reuniones sociales la percepción de que la factura domiciliaria del gas o de la electricidad era, ciertamente, muy baja.
Con todos estos elementos no hacía falta ser un experto para reconocer que los precios de los servicios públicos eran bajos y que, en algún momento, deberían ser corregidos.
Tampoco nosotros ahorramos en época de facturas flacas, previendo el momento de la llegada de facturas gordas. Y ahora, pese a todo lo dicho, después de congelamientos, en algunos casos de casi siete años, los aumentos anunciados e instrumentados nos parecen una barbaridad.
Cabe una discusión más profunda en torno a los precios de los servicios públicos, los subsidios, la calidad y el uso de dichos precios como mecanismo de recaudación y no como reflejo de los costos y la necesidad de una rentabilidad razonable del sector.
Se destruyó del modelo de provisión de servicios públicos de los 90, en donde había un contrato de concesión, que obligaba al sector privado y al Estado. Un ente regulador profesional que controlaba y velaba, junto a las asociaciones de consumidores y, eventualmente, la Justicia, por el cumplimiento de dicho contrato y por corregir los problemas que pudieran presentarse obligaba a poner algo a cambio, de similares características.
No estoy idealizando el modelo de las privatizaciones, había mucho por corregir. Pero lo cierto es que ese modelo fue reemplazado por la discrecionalidad. Por negociaciones poco transparentes. Por transferencias enormes de fondos sin control. Por obras públicas sospechadas de sobreprecios y corrupción, y realizadas pensando más en el rédito político que en la eficiencia económica. Por aumentos retroactivos e inexplicados. Por subsidios cruzados a favor de sectores pudientes, financiados por los sectores de menores recursos.
Un esquema que no permite evaluar ni saber con justeza cuánto es un aumento adecuado, cuánto es remuneración a las empresas, qué grado de eficiencia tiene el operador, etc. Como siempre, la sociedad argentina acepta las fiestas con alegría y despreocupación, pero cuando llega el momento de pagar la cuenta, pone el grito en el cielo. Como siempre, los gobiernos en la Argentina prefieren la discrecionalidad al diseño de marcos institucionales eficientes y democráticos.