A fines de los años 20, tiempos en los cuales los por entonces nuevos ricos viajaban a Europa en barco con una holando-argentino en la bodega para tomar leche fresca –por cierto, nuevos ricos de entonces, cuyos herederos, hoy impostan prosapia y estirpe-, en Cannes se jugaba el partido de tenis del siglo. Suzanne Lenglen, una leyenda comparable a Martina Navratilova, jugaba finalmente un partido con Helen Wills, una norteamericana modosita pero letal a la hora de definir partidos.
Los historiadores juran que, desde la madrugada de ese 16 de febrero de 1926, la autovía que une Niza con Montecarlo estaba intransitable por culpa de quienes buscaban desesperadamente un lugar en el improvisado estadio. Fueron, finalmente, 4.000 personas –incluidos aquellos que abandonaron el glamour para treparse a los árboles o amucharse en algún balcón cercano- las que atestiguaron la que sería una de las más famosas exhibiciones de la historia de este deporte. Tal vez hasta algún argentino de la vaca atada haya estado allí, mezclado con el Rey Manuel de Portugal, el Gran Duque Miguel de Rusia o Jorge, alguna vez Rey de Grecia.
Todo por ver a Suzanne y a Helen. Una, la francesa, fue un genio capaz de disimular su fealdad con una puesta en escena más digna de Isadora Duncan que de una antecesora de Lindsay Davenport. La otra fue la dueña del récord de títulos individuales en Wimbledon hasta que lo rompió Navratilova en 1990.
El partido lo ganó Lenglen 6-3 y 8-6 (todavía faltaban 40 años para que irrumpiera el tie-break). Los cronistas juran que mientras Wills pensó tanto que se olvidó de jugar, Lenglen superó los nervios por no hocicar ante la jovencita gracias al impulso que le daba el brandy rebajado con agua que tomaba en cada cambio de lado.
Como sea, usted ya sabrá que hace poco menos de un siglo que se vienen jugando exhibiciones y “partidos del siglo”. Y no todos, precisamente, han ido de la mano de algún valor deportivo.
Hacia fines de los ’60, Bobby Riggs, un buen tenista norteamericano de post guerra devenido en una mezcla de Sanfilippo con Guillermo Patricio Kelly, empezó a romper con la guerra de los sexos. Primero, sin gran difusión, le gano fácilmente a Margaret Smith –la ganadora de más cantidad de titulos de Grand Slam de la historia- en un partido que estableció la diferencia que, imagino, todavía existe entre cualquiera de los 300 mejores de la ATP y la mejor de las chicas. Años más tarde, y ante una multitud seducida por un aparato mediático que incluyó amenazas y desplantes tan auténticos como los de la previa de una pelea de la Hiena Barrios, Riggs perdió hasta el bolso ante Billie Jean King.
Siempre, como si su estructura convencional no fuera lo suficientemente seductora, el tenis abrió la puerta para que, con más o menos seriedad y siempre lejos de un valor competitivo, a alguien se le ocurra otro tipo de desafio.
Para el miércoles, en España, se anuncia “La Batalla de las Superficies”. Ya no entre dos que nunca jugaron entre sí o viendo cuanto de veterano debe ser un hombre para perder con una dama, sino enfrentando una vez más a los dos mejores del mundo. Digo mal: de un lado estará Roger Federer, un hombre que juega a algo similar al tenis pero en una dimensión que nadie puede entender, y del otro Rafael Nadal, alguien que en realidad es el número uno entre los que juegan al tenis tal cual lo entendemos.
La cancha será de un lado de césped y del otro de polvo de ladrillo, como si ello pusiese en duda quien es el mejor. Por cierto, nada que cuestionar a la idea del publicista argentino que, en su momento, obsesionado porque Sampras no podía en polvo y Kuerten no podía en césped, decidió patentar el asunto. Pero no me vengan con que el partido demuestre nada que no sepamos. Federer es el mejor del mundo y, en césped, ya le ganó alguna vez a Nadal. Rafa es, por lejos, el mejor en tierra, y buena parte de su paternidad sobre el suizo la cimentó ganándole en esa superficie, incluida una final de Roland Garros.
Luego, hay elementos técnicos y tácticos que le quitan al partido cualquier marco de seriedad competitiva: las pelotas que se usan en Wimbledon son distintas a las de París, se corre distinto en una cancha que en la otra, se piensa el tenis diferente de un lado que del otro. Y esto sólo es viable jugando en una sola superficie. Igual, disfrute del show. Pero entienda que es sólo eso. Un espectáculo cuyos cómplices son los más autorizados del mercado. Y eso le da chapa a una cita cuyo valor deportivo se asemeja a que Michael Phelps decida superar el record Guinness de permanencia en el agua en vez de ocho doradas en Beijing 2008. O como si Julio Bocca se preparara para Bailando por un Sueño.