Con el desarrollo del capitalismo y el liberalismo, y a pesar de su mirada optimista respecto del mundo que aparecía, en seguida los cambios trastocaron el orden social establecido y surgieron problemas nuevos. A mediados del siglo XIX estos problemas sociales dieron lugar a la lectura marxista, que no solo diagnosticaba la lucha de clases, sino planteaba que una de ellas debía derrotar a la otra para lograr una nueva sociedad que nunca llegó.
Debido a los problemas sociales concretos, y al desafío del marxismo, se crearon instituciones y políticas para dar una respuesta. Así nacieron los sistemas de seguros sociales, que dieron origen a los Estados de bienestar. Esta tendencia se profundizó a principios del siglo XX: con las guerras mundiales, la Gran Depresión, los totalitarismos fascista y comunista, hubo una reacción que amplió las regulaciones, las políticas sociales y una macroeconomía contracíclica para generar un capitalismo “inclusivo”.
Este consenso continuó hasta el ascenso de la variante neoliberal dominante en los años 80. Paradójicamente, cuando el “capitalismo inclusivo” vencía a la economía planificada y caía el Muro de Berlín, se erosionó rápidamente el consenso que lo sostenía. Se desregularon las finanzas, se debilitaron las leyes antimonopolio, se globalizó la economía mundial. Los resultados: se financierizó y se concentró la economía, y buena parte del sector manufacturero de Occidente migró a Oriente, en busca de salarios bajos e inexistentes derechos laborales.
Tanto el nuevo laborismo y los nuevos demócratas, como la socialdemocracia optaron por aliarse a los poderes en auge, con la excusa de profundizar las políticas sociales, generando la impresión de que había una alternancia. Pero el éxito de las variantes extremas del neoliberalismo con su globalización, financierización y concentración económica, no puede sostenerse de forma coherente, sin contradicción.
El liberalismo no solo propone un “gobierno limitado”, sino también un mercado “competitivo”, que apunta teóricamente a lo opuesto de la concentración económica. Mercados concentrados donde dominan cuasimonopolios, o acuerdos colusivos, no pueden seguir “vendiéndose” como liberalismo. El Estado, tan criticado, sin embargo, no desapareció, solo que ahora resulta más sencillo cooptarlo, en el contexto de poderes de contrapeso debilitados. Este análisis da sustento inteligible a la corrupción que hoy indigna.
En este contexto, asistimos a la popularidad de propuestas autoritarias tanto de una izquierda populista, como de una derecha cada vez más nacionalista. Tanto la economía de mercado inclusiva, como la democracia con Estado de derecho, cayeron en la confianza de la población en muchos países. Hay razones concretas para ello, solo nos preguntamos si las propuestas estarán en la buena dirección.
Tanto el nacionalismo como el populismo contemporáneo aprovechan la erosión del capitalismo “inclusivo”, causada por los que lo utilizaron como fachada para lograr sus intereses. Lamentablemente, si de las contradicciones del presente no se logra reconstruir, es probable que nos deslicemos hacia soluciones más y más radicales de una parte y de otra. Esto agudizaría en lugar de atenuar los problemas, en un entorno de anomia y de crispación social.
La alternativa es reconstruir un sistema en el que se combinen los aspectos positivos de la libertad, con los de la justicia social. Un orden que sostenga los aspectos creativos del capitalismo productivo, regenerando instituciones, políticas y ámbitos de interacción social para que los beneficios se distribuyan de modo amplio en la sociedad. La posibilidad parece exigua, pero sería un modo concreto para reconstruir algo de la armonía y paz social, y recuperar la legitimidad del sistema económico y político.
*Doctor en Economia por la UCA.