Estoy con gripe. Tengo fiebre. Y, por lo tanto, el cerebro recalentado. El pensamiento pasa de un tema a otro como una tiza que hace ruido contra el pizarrón. Tengo varios libros a mano, pero me cuesta leer, fijar la atención, decir algo coherente. Antes de llegar a los 38 grados terminé el cuarto tomo de Proust, Sodoma y Gomorra. Me ocupé en esta columna cuando terminé el tercero. Fue hace más de un año y había tardado más de un año en leerlo. El cuarto está dominado por el barón Charlus, uno de los grandes personajes de la literatura. Hasta a Borges le gustaba el barón, era el único que le parecía verdadero. Charlus es un maricón enorme, que anda con los labios y los ojos pintados, pero supone que los demás no se dan cuenta. Los demás pertenecen, en este tomo, al círculo de los Verdurin, un matrimonio de nuevos ricos que encarnan el arribismo social y cultural.
Charlus los frecuenta porque está enamorado de Morel, un canallita que toca el violín. Pero no son gente a la que debería frecuentar, ya que desciende de dos reyes de Francia, es parte de la verdadera aristocracia. Proust lo cuenta de un modo muy gracioso: en un principio, aunque los Verdurin y sus allegados se mueren porque los nobles frecuenten su cenáculo, ni siquiera saben distinguir a los nobles y se les pasa el abolengo de Charlus. Es un Guermantes, pero su título de barón, aparentemente inferior, los confunde. A pesar de ser muy ricos, los Verdurin están tan fuera del juego social que hasta suponen que Charlus es judío.
Cuando se suspendió el partido amistoso entre Argentina e Israel, me pregunté cuánto influía el antisemitismo en esta decisión. Es un tema oscuro, independiente incluso del Holocausto o del conflicto palestino. Quiero decir que esto viene de antes y Proust es muy ambiguo al respecto, incluso con su propio origen y su borroso alineamiento entre los partidarios de Dreyfus. Con lo que me queda de células grises, diría Poirot, me quedo pensando en la aristocracia francesa, en esa exclusividad contra la que no pudo la Revolución y a la que solo se pertenece si la longitud de las raíces en el árbol genealógico llega hasta los francos, ya que no valen los títulos otorgados por Napoleón, ni por Luis XIV ni por el Papa.
Otro libro que tengo a mano es el de Madame de Staël, Consideraciones sobre la Revolución francesa, que compré el otro día en un rapto de ¿nostalgia? Escrito originariamente para defender a su padre, el economista Jacques Necker, quien fue ministro de Luis XVI y trató de que las cosas no terminaran tan mal para su soberano como efectivamente ocurrió, Staël parece escribir sobre lo que ocurre en la Argentina de estos días, sobre las ventajas de tomar empréstitos en el extranjero.
Es un libro que se lee con una facilidad sorprendente (incluso más que El Quijote, del que ya empezó la lectura colectiva en Twitter, pero me da pereza). A Necker se lo sigue acusando hoy de poner a Francia en manos de los banqueros judíos. Los absolutistas y los jacobinos lo odiaban. Pero en esa época a nadie se le ocurría sugerir que los banqueros estaban detrás de la legalización del aborto. A veces pienso que los nazis ocultaron el verdadero combate por la tolerancia. Quiero decir que es demasiado fácil estar contra los nazis. Hasta los antisemitas pueden hacerlo.