Una duda me habita. ¿Con el paso del tiempo uno se embrutece, o la intelección se simplifica y uno deja de encontrar en la realidad y en las propias ideas la amplia gama de los grises? No me refiero a trajinar las arduas páginas de Heidegger, sino a los modos en que identificamos nuestras posibilidades de comprender el mundo. De pequeños, habitábamos el territorio de la pura disponibilidad que se abría en series alternativas de paisajes del futuro. Esos paisajes vislumbrados derramaban su dicha entrevista sobre el presente de la imaginación. Con el paso del tiempo, el futuro se ha dispuesto en pliegues, pliegues que se recorren como un abismo poco interesante. ¿Qué nos queda, si no explorarlo y ver si se amplía, si su rugosidad se expande?
Pareciera, esto es un pequeño desvío respecto del párrafo anterior, que todo funcionara bajo la fórmula de la expansión y la condensación. El Universo se expande luego de la explosión inicial, no sabemos sobre qué espacio o zona o materia o inexistencia, y en algún punto la velocidad de esa expansión comenzará a lentificarse y luego se detendrá, y finalmente lo existente comenzará a contraerse hasta el apretón final. Ese espectáculo de fuegos ingrávidos y condensaciones cósmicas, que en tales dimensiones fastuosas sucede en kalpas (¿quién ha dicho que el Universo no se contrae y explota ritualmente, en tiempos inimaginables, solo comparables con los ritmos de la respiración de los dioses?), es imitado a pequeña escala por nuestro órgano sentimental, el corazón, a un ritmo de entre sesenta y cien palpitaciones por minuto. ¿Cuál es el sentido de esa semejanza?